quinta-feira, 28 de julho de 2016

AMÉRICO FERRARI | Eugenio Montejo y el alfabeto del mundo


En una entrevista concedida a La Prensa de Buenos Aires en 1979 Eugenio Montejo responde a unas preguntas sobre el destino de la poesía, sobre movimientos poéticos en Venezuela y Latinoamérica y sobre algunas corrientes de nuestro siglo, como surrealismo, intelectualismo y poesía social. La poesía —dice el poeta— asume hoy, en nuestra era industrial, su condición subterránea y, evocando a Wallace Stevens, añade que en su replegamiento actual encarna aquella esencia que viene a ocupar el lugar de Dios como redención de la vida (cabe preguntarse sin embargo si en la poesía de Montejo esta creencia ha sido real y totalmente abandonada). Reivindica para la poesía latinoamericana la supresión de las fronteras políticas: pertenecemos más a nuestra época que a nuestro país, pues hay familias poéticas, identidades de lenguaje que no siempre coinciden con las demarcaciones geográficas; pero puesto a señalar una característica de lo que hoy se escribe en Venezuela, Montejo reconoce que la busca de un lirismo capaz de expresar las diversidades del paisaje y su influencia en nuestra psicología constituye una preocupación acentuada en las últimas generaciones. Subraya el carácter epigonal del surrealismo de escuela en Hispanoamérica, juzga que la poesía llamada social es una preocupación azarosa del constructivismo, con el agravante de suponer que el poema se hace de acuerdo con ciertas codificaciones que se nos imparten; en definitiva considera superada esta discusión que fue un episodio de los años cincuenta. En cuanto al intelectualismo, éste sí — afirma el poeta— define el clima de nuestra década (no olvidemos sin embargo que Montejo habla a finales de la década de los setenta) y su aparición señala el nacimiento de un nuevo tabú: el de la emoción. Andamos en un extremo del péndulo, acercándonos al poema in vitro. En arte no es posible lograr naturalidad sin emoción. El poema —explica Eugenio— puede contener un trasfondo filosófico pero en vez de exhibirlo tendrá que superarlo mediante el don verbal, tendrá que revestirlo con su fascinación; lo importante será pasar, como supieron hacerlo Shakespeare, Novalis, Quevedo y Yeats, de la orilla de la palabra a la orilla de la memoria, cosa que no es tan fácil como se suele suponer. Finalmente Montejo observa que los avatares de la industria editorial no conciernen tan profundamente a la poesía, y recordando que ésta existía mucho antes que dicha industria, supone que la extinción del género sólo será posible con la extinción del género humano.
Si en el vestíbulo de este estudio hemos citado con cierta extensión estas reflexiones de Montejo sobre la poesía, es por dos razones: la primera porque si unos apuntes críticos como se proponen ser éstos pueden ser entendidos convencionalmente como una “introducción” a la obra del poeta, para el crítico mismo la mejor introducción, el verdadero hilo conductor para aproximarse a la obra que se propone considerar es lo que dice el propio poeta sobre la poesía, la parte de su poética que no está directamente integrada como verso en sus versos, y que es reflexión sobre la condición, la historia y el destino de la poesía; por lo demás, la intuición general de la poética que se expresa aquí conceptualmente se revela también y sobre todo en las intuiciones poéticas del autor. La segunda razón es que Eugenio, aparte de ser un gran poeta, ha elaborado también una obra crítica importante; [1] su trayectoria presenta así dos fases: una de práctica del canto, la otra de reflexión sobre la práctica, reflexión a nuestro juicio tanto más eficaz cuanto más desconfía de sí misma como ganzúa para abrir las puertas de la poesía y “aclarar” la profunda claridad y la obscuridad profunda del poema:

…al cabo de toda tentativa para aclararnos el hallazgo original de la obra, de su repercusión que concierne a sus custodios tácitos, cada uno segrega, como la araña, su parte de luz y de niebla, queriendo elevarla tal vez a más aire, según la oblicuidad de su ventana, el límite de su devoción y su frágil mirada en la tierra. [2]

Valgan estas palabras del poeta para recalcar lo limitado y lo relativo de los apuntes que siguen y que se proponen ser nada más que un esfuerzo de acercamiento, no una exégesis.
Un esfuerzo de acercamiento, sin embargo, es una expresión que podría parecer, al menos en nuestro caso personal, contradictoria. En efecto, desde su primer libro Élegos, nos hemos acercado a la poesía de Eugenio naturalmente y sin ningún esfuerzo particular. Nos hemos acercado así por el único motivo por el que uno se acerca a un poeta: por simpatía con esa poesía, porque nos atrajo. El esfuerzo, ahora que nos ponemos a escribir nuestras lecturas para comunicarlas a otros lectores del poeta, consiste en que se nos veda ir espontánea y directamente adonde nos llama el poema; hay que deshacer el camino de las primeras lecturas, poner entre paréntesis su impacto directo y volver a iniciar el acercamiento pero por otro camino, o sea con otro método: alejándonos deliberadamente del poema, verificando así su fuerza de atracción que permanece intacta y volver a encaminarnos hacia él deteniéndonos a cada paso para interrogarnos sobre esa atracción y sobre los factores, las variables y las constantes que conciernen a la visión del mundo, a la expresión de la emoción, al tratamiento de la lengua, al ritmo y a la melodía, la significación de los símbolos, etc.; y también para interrogar al poema mismo sobre los elementos esenciales que acarrea y que determinan esta fuerza de atracción; realizamos pues este esfuerzo no para llegar al goce del texto sino, al contrario y paradójicamente, para prohibirnos o por lo menos retardar el contacto directo con el poema: éste no se da sino al lector que en posición no crítica obedece a aquello que lo atrae, sin detenerse en las trabas de las interrogaciones y se deja flexionar por el poema sin reflexionar sobre él; pero suponemos —hay absolutamente que suponerlo— que en un segundo momento la reflexión y la interrogación pueden permitir en algún caso, a nosotros mismos y al lector no crítico, una comprensión más cabal del texto y de la red de relaciones que lo componen y lo vinculan orgánicamente a otros textos; pueden hacernos andar con paso más seguro por los caminos que recorren secretamente cada poema y unen poema con poema y con la poesía toda y reconocernos mejor en ellos. Ojalá.
Toda poesía es forma, pero forma sobrecargada de sentido. Es imposible disociar los dos términos; la forma misma —ritmo, armonía, melodía, modalidades sintátcticas, combinaciones de los elementos léxicos— tiene una significación en sí, incluso si hacemos abstracción de los referentes. Puede darse que el estrato de los significantes domine y que el poema signifique sólo por su sonido, su belleza y su esplendor formal, lo que parece ser el caso en un gran poeta como Góngora; puede darse también lo contrario: los significados, el “mensaje” o “contenido”, o como quiera llamárselo, parece comerse la forma y entonces el poema se hace prosa declarativa con el disfraz de los versos. Una simple lectura de la obra de Montejo permite advertir de entrada y ya desde su primer libro un delicado y firme equilibrio entre la forma o el sonido y lo que declaran los versos; a tal punto —y ésta es una ambigüedad que dificulta mucho la disociación intelectual de los componentes de la poesía— que es difícil decidir si la forma verbal y la musicalidad de los versos vienen determinadas por el tema específico del poema o bien si el objeto es sucitado y como despertado por la preexistencia de un ritmo [3] o de una melodía, los cuales se imponen de una manera tan imperativa que seleccionan y condensan ellos mismos los conceptos y referentes a través de los cuales pueden mejor erigirse en forma con sentido, en forma del sentido. Digamos en todo caso que en la poesía de Eugenio la visión del mundo y las formas en que se plasma aparecen emergiendo la una con la otra en una correspondencia nunca desmentida; quizás porque no hay en ella ninguna forma preestablecida que se aplique a temas u objetos exteriormente codificados a manera de repertorio. Recordemos en este sentido las declaraciones ya citadas sobre el surrealismo, la poesía social o la poesía intelectualista o filosófica: indican todas un rechazo del tema propuesto o impuesto que corresponde en general a una escritura igualmente impuesta, escritura vacía que el versificador llena a voluntad con un tema del repertorio. En la poesía de Eugenio ese hiato entre lo que se dice y el cómo se dice no parece existir: el poema construye su forma en sus significados a medida que se va haciendo, y si de pronto el poeta tropieza con una intuición tan resistente a la expresión por las palabras que no pueda ser anotada, acude entonces inmediatamente en el poema a la declaración de esta imposibilidad: así, por ejemplo, en el poema “Los árboles” del libro Algunas palabras el poeta apunta simplemente que “Es difícil llenar un breve libro / con pensamientos de árboles” y “al escuchar el grito / de un tordo negro” comprende “que en su voz hablaba un árbol”. “Pero —dicen los últimos versos del poema— no sé qué hacer con ese grito, / …cómo anotarlo”. Los límites de la expresión por la palabra constituyen una cuestión importante en la historia de la poesía; ya volveremos sobre ella al final de estos apuntes. Observemos sólo por el momento que al plasmar sus intuiciones en los poemas Montejo dice lo que puede, no lo que quiere; que es consciente de ello y que al declararlo en unos escuetos vocablos despojados de ornamentación salva el poema del naufragio.
El primer aspecto de esta correspondencia entre formas y significados, que desde el primer libro salta a la vista, es una estricta economía de recursos retóricos en coincidencia con una parquedad igualmente severa en la elección de los objetos de la intuición poética. Seguramente Eugenio suscribiría sin reparos la enunciación del “Arte poética” de Borges: “tal es la poesía / que es inmortal y pobre”. Los temas, vistos en su generalidad, son los tradicionales e ineludibles del sentimiento y la reflexión humanos: la vida, la muerte, la memoria, el deseo, el viaje, el sueño, el tiempo, la eternidad… Pero todos ellos están atravesados por el tema vertebral del canto, música y escritura, la función y la misión de Orfeo. Ya Élegos alude desde su título al canto como elegía. Esta reflexión de la poesía sobre sí misma, la poesía que al cantar habla del canto o canta al canto es recurrente en la tradición y se acentúa en la poesía moderna desde Hölderlin y Novalis. Incrustados en la temática, encontramos algunos núcleos de significado, objetos privilegiados de la intuición que se presentan en los poemas como verdaderas constantes: el caballo, el hogar, el árbol, el pájaro, la casa, el trópico, el río, la ciudad son algunos de ellos, a los que habría que añadir uno que se da como trasfondo y por ello resulta más sutil y más específico en la poesía de Montejo: el café, la humeante paila de café que acompaña, en fuerte recurrencia, a la memoria. Todos tienen en común el ser objetos de una experiencia directa de la vida en esta tierra y el estar marcados por una fuerte impronta emocional; la sobrecarga de significación que de este modo adquieren los proyecta a menudo en el plano del mito. ¿Símbolos? Llamémoslos más prudentemente figuras, pues estos objetos no siempre ejercen en el poema una función simbólica aunque todo núcleo de significado, pero en especial las figuras recurrentes, es susceptible de figurar como símbolo en una obra poética; ello depende de su situación particular en los diversos puntos de la arquitectura de la obra y de las relaciones que establezca con el complejo de los significados subyacentes. El poeta a veces considera estas figuras en su simple estar ahí, visiones aisladas, objetos del recuerdo, del deseo o del ensueño poético, mientras que otras veces las inserta en una red de relaciones significativas con lo invisible al que la figura sensible refiere como arquetipo: así los “árboles quietos” del poema “Dos llamas” en Muerte y memoria son un recuerdo en un contexto dominado por la ausencia; las acacias de Élegos aparecen como una visión y se agotan en su “mínimo esplendor tan denso”, objeto de la contemplación del poeta; en cambio el árbol del poema “La torre del árbol” en el libro Trópico absoluto o el samán monologante que cierra el poemario Terredad están ciertamente ahí como todos los seres y las cosas en la poesía de Montejo; y sin embargo van, si podemos decir, más allá, arraigan muy hondo en el substrato invisible de lo visible, en el origen mismo de los sentimientos de fuerza y energía, de sabiduría profunda e inocente, de resistencia y acatamiento al tiempo y a la muerte, de todo aquello que el poeta hace subyacer en su concepto de terredad.
Este oncepto que es central en la obra del poeta, como lo han recalcado ya dos de sus mejores críticos, Francisco Rivera y Guillermo Sucre, no aparece en la obra hasta 1978, es decir once años después de la publicación de Élegos; pero implícita, subterráneamente la “terredad” se está abriendo paso hacia su propio nombre en los poemas de Élegos, Muerte y memoria y Algunas palabras. La temática de Élegos se centra con insistencia en la casa y el hogar, como sucede en el Vallejo de la última sección de Los heraldos negros y de un buen puñado de poemas de Trilce. Se centra, digamos con más propiedad, en la memoria del hogar y de los muertos que en él vivieron, igual que en Vallejo. “De quién es esta casa que está caída” interroga el poeta en un poema de Élegos. De quién es. “De quién eran sus alas atormentadas” El es y el eran así yuxtapuestos abren toda la perspectiva de la confrontación de la presencia y la ausencia, del presente y el pasado, de la vida y la muerte que recorre la poesía de Eugenio Montejo. No hay respuesta en el poema a este “de quién es”: se puede entender que de las sombras y de la memoria. En el poema lo único que hay es lo que queda en o de la casa: hay una puerta con ojos de caballo y cuya aldaba es una brida muerta, el polvo donde se palpa el desgaste del vacío y un jinete que al desmontar de su caballo erró en un espacio geométrico hasta hacerse fantasma. Este poema es gemelo del que le sigue en la Antología que publicó el poeta en 1994, pero que en Élegos (1967) es el poema inicial, “En los bosques de mi antigua casa”:

En los bosques de mi antigua casa
oigo el jazz de los muertos.
Arde en las pailas ese momento de café
donde todo se muda. Oréanse ropas
en las cuerdas de los góticos árboles.
Cae luz entre las piedras y se dobla
la sombra de mi vida en un reposo táctil.
Atisbo en la mudez del establo
la brida que lleve por la senda infalible.
Palpo la montura de ser y prosigo.
Cuando recorra todo llamaré ya sin nadie.
Los muertos andan bajo tierra a caballo.

“En los bosques de mi antigua casa” da la respuesta a la pregunta planteada en el poema anterior: ¿De quién es esta casa que está caída?: esta casa es mía, es decir de mi memoria (quizás por eso el poeta ha reunido en la antología de 1994 los dos poemas que aparecían separados en la edición de 1967). Memoria cuyo objeto principal son los muertos que acuden al poema traídos por una música y por ese “momento de café” que arde en las pailas. Curiosamente el poeta ve a sus muertos andando “bajo tierra a caballo” y no es ocioso recalcar que la expresión se repite igual en el poema “Cementerio de Vaugirard” de Muerte y memoria (1972): “muertos bajo tierra a caballo” y, de nuevo, en “el tintinear de sus pailas / a la sagrada hora del café” (confróntese también en Muerte y memoria el poema “Otra lluvia”: “Quienes a nuestra vuelta hacían café / y nos secaban, tienen a esta hora / la lluvia vertical entre los ojos”). La memoria es en estos poemas el factor reductor y el común denominador de todas las figuras que empiezan a revelar su carácter obsesivo: la memoria lo refiere todo a una experiencia singular e intransferible, la memoria fusiona los planos del tiempo, pasado y presente, de la existencia, vida y muerte, pero también del espacio físico: un rincón de Venezuela con un entorno de bosques tropicales y ese rincón de París que es el cementerio Vaugirard con sus castaños cubiertos de nieve: “Los muertos que conmigo se fueron a París / vivían en el cementerio Vaugirard”; observamos el desconcertante imperfecto vivían que hace coincidir concretamente el “bajo tierra” de Francia y el “bajo tierra” de Venezuela. ¿Se fueron quizá los muertos del poeta con el poeta a París, “a caballo y bajo tierra” en el caballo subterráneo de la memoria?
El caballo es la primera figura recurrente marcada por una fuerte impronta simbólica. Tiene que ver ambiguamente con la muerte y la vida: une los dos términos galopando sin cesar de la una a la otra, o indica el misterioso camino que subterráneamente, como la memoria, recorren los muertos; aparece con frecuencia en los tres primeros poemarios para culminar su carrera en dos poemas impresionantes; uno es el bello soneto “Caballo real” de Muerte y memoria, donde el caballo es el padre que desmonta al hijo en la vida para que recorra solo el trayecto hasta su propia muerte:

     Aquel caballo que mi padre era 
     y que después no fue, ¿por dónde se halla?
     Aquellas altas crines de batalla
en donde galopé la tierra entera
Aquel silencio puesto dondequiera
en sus flancos con tactos de muralla;
la silla en que me trajo, donde calla
la filiación fatal de su quimera.
Sé que vine en el trecho de la vida
al espoleado trote de la suerte
con sus alas de noche ya caída,
y aquí me desmontó de un salto fuerte,
     hízose sombras y me dio la brida
para que llegue solo hasta la muerte.

El otro es el penúltimo poema de Algunas palabras. Ahí el caballo, extraído de un cuadro de Paolo Uccello, está aislado en una desnuda referencia a la muerte pura, si se puede decir: no ya la muerte y los muertos personales que acompañan al poeta, la muerte antigua que la memoria rescata en el poema, sino la muerte impersonal y colectiva, sin rescate: este caballo de un cuadro de Uccello estuvo en Hiroshima, sus patas llevan en la noche a la desolación del exterminio “y hoy aguarda en el fondo de la cuadra / con los jinetes del Apocalipsis”. Es el primero —y el más tremendo— de los contados enfoques explícitos de los embates de la historia desatada en violencia homicida que amenaza a nuestra tierra. Después, a partir de Terredad, el símbolo del caballo se eclipsa para no reaparecer sino esporádicamente, una vez en el poema “La casa” de Terredad, y de nuevo en relación con la casa en “Ida y vuelta” de Alfabeto del mundo. Algo análogo sucede con las figuras de los muertos familiares que sin ocultarse definitivamente dejarán de ser una dominante en la temática de los poemas. Reaparecerán como los “mayores” o los “míos”, y “Álbum de familia”, uno de los últimos poemas de Alfabeto del mundo, los reunirá todos en espera de que el vástago que escribe vaya a reunirse con ellos en la última página del álbum.
Como vemos, las intuiciones de Élegos anuncian el segundo libro de poemas y su título, Muerte y memoria, libro que ahonda en este diálogo entre vivos y muertos, tejiendo entre vida y muerte una franja de ambigüedad, “cosiendo” como la obscura madre de Élegos, “hasta el fin los vivos a los muertos” en una larga charla en la que no se sabe “quién vive todavía, quién está muerto (“Sobremesa”); pero Muerte y memoria aporta además desde el primer poema un tema capital con la figura de Orfeo que introduce a su vez el tema, éste sí constante, del canto y su agonía en nuestra época

Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál animal enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su cassette)
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?
Solo, con su perfil en mármol, pasa
por nuestro siglo tronchado y derruido
bajo la estatua rota de una fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
ante todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.

Las dudas que se encierran en los paréntesis están cargadas de una terrible significación; así como hemos perdido la certeza de Dios —“Dios (si hay un Dios) pasa a caballo”, dice el poema “Paisajes” de Algunas palabras— hemos perdido la certeza del canto. No sabemos siquiera si queda algo de Orfeo, si sueña, si canta. Si canta es a fin de cuentas como si estuviera mudo o, peor aún, tartamudo, como dice el poema “En esta ciudad”, pues nadie recibe sus palabras, a nadie enternece. Quizás este infierno que somos nosotros y en el que se ha quedado el fantasma de Orfeo más que un mundo sin canto es uno en que el canto, mutilado y fatigado, cae inmediatamente en la indiferencia, en el silencio o en la irrisión. En todo caso, lo que más llama la atención en el poema son los interrogantes. La mención explícita de la figura misma de Orfeo no es frecuente en la obra. Después de este poema acudirá tres veces; en “Arqueologías”, poema de Terredad (1978), Orfeo aparece revestido de todo su esplendor mítico y el poeta reafirma su permanencia; en cambio el texto “En esta ciudad“ de Trópico absoluto (1973) nos lo presenta con su canto trabado por la degeneración del mito: “Orfeo el tartamudo es mi vecino”, y finalmente en “Orfeo revisitado” de Alfabeto del mundo (1986) se nos presenta al hombre moderno “orfeando” tal vez “sólo para sí mismo en la hora atea”; pero en el poema de Terredad que ahora comentamos Orfeo es sobre todo una clave que abre los interrogantes y abre al mismo tiempo una rendija por donde el poeta se escabulle en busca “de lo que aún puede cantar en la tierra”: ¿para dar testimonio de la permanencia del canto? Más bien acaso en testimonio del obscuro esfuerzo de la tierra “para que el canto permanezca”. En efecto, Eugenio Montejo, al revés de Hölderlin, no parece ver directamente a los poetas como fundadores de lo que permanece; los fundadores son más bien unas inocentes criaturas a ras de tierra: los árboles, que hablan poco, las cigarras (“No todo lo que amamos, si ellas cantan, / se habrá perdido para siempre”, “Las cigarras”), [4] los gallos, las ranas y, claro, los pájaros, que harán irrupción en Terredad.
Este libro, Terredad, es una encrucijada. Absorbe los temas que se han ido plasmando desde Élegos hasta Algunas palabras, los fija, los trasmuta y los proyecta en los libros siguientes, Trópico absoluto y Alfabeto del mundo. Sobre el origen del vocablo terredad Montejo ha dado las siguientes explicaciones:

Aunque la invención de palabras no es de mi agrado y, por el contrario, prefiero las voces más simples y antiguas, he titulado este nuevo libro Terredad porque creo que sirve para definir con bastante proximidad la condición tan misteriosa de nuestros días en la Tierra. Sobre su contenido nada quisiera añadir para dejar al lector que los poemas hablen  por sí mismos con lo poco que tengan de valor. [5]

Digamos que esta condición misteriosa del hombre en la tierra el poeta la aborda por la mediación del canto a un doble nivel: las modulaciones de su propio canto y el canto de los árboles y de las aves que se integra en el canto del poeta.
Podríamos asegurar —dice Francisco Rivera— sin temor a caer en ninguna exageración que Terredad es en gran medida un libro sobre árboles y pájaros, es decir, el producto de un esfuerzo por parte del poeta para transcribir, para inscribir en el texto del poema, pues todo poema es una inscripción, cumpliendo las promesas que se hallan en ciertos textos de Algunas palabras, la voz del viento que susurra indistintamente entre ramas y hojas o el canto de las aves. [6]
Los pájaros son pues como la población del ámbito de la terredad, y sin embargo los pájaros son seres aéreos, lo que supone que el aire se integra naturalmente en la noción de terredad, pero también sin duda — como lo ha observado ya Rivera— que de los dos momentos del vuelo el dominante para Montejo es el del perpetuo retorno a la tierra y al nido. El vuelo en sí no es desde luego lo que define la terredad del pájaro:

La terredad del pájaro es su canto
lo que en su pecho vuelve al mundo
con los ecos de un coro invisible
desde un bosque ya muerto.
Su terredad es el sueño de encontrarse
en los ausentes,
de repetir hasta el final la melodía
mientras crucen abiertas los aires
sus alas pasajeras;
aunque no sepa a quién le canta
ni por qué,
ni si podrá escucharse en otros algún día
como cada minuto quiso ser:
—más inocente.
Desde que nace nada ya lo aparta
de su deber terrestre;
trabaja al sol, procrea, busca sus migas
y es sólo su voz lo que defiende,
porque en el tiempo no es un pájaro
sino un rayo en la noche de su especie,
una persecución sin tregua de la vida
para que el canto permanezca.

La terredad del pájaro está, sin que deje de cruzar el aire con sus alas pasajeras, en su obstinado regreso a la tierra y en la tenaz repetición del canto que se nutre de lo terrestre: es en la tierra donde están las migas que le hacen posible realizar hasta el fin su deber terrestre y defender su voz y la continuidad de su canto. El canto de los pájaros se eleva no cuando vuelan sino cuando se posan en la tierra, cuando vuelven al árbol. La expresión de este tema en la figura de los pájaros está en correspondencia con el tema de los viajes de los hombres, de cualquier hombre que es siempre Ulises y regresa siempre a Ítaca:

Por esta calle se va a Ítaca
y en su rumor de voces, pasos, sombras,
cualquier hombre es Ulises
Aun sin moverte, como estos árboles,
hoy o mañana llegarás a Ítaca.
Está escrita en la palma de tu mano
como una raya que se ahonda
día tras día.
Por esta calle no ha cruzado un hombre
que al fin no alcance su paisaje.

Se lee en el poema “Ítaca”, en Alfabeto del mundo. Aun sin moverte llegarás a Ítaca: el vuelo o el viaje es una parábola cuya enseñanza secreta es la vuelta al centro y al lugar, que no está propiamente en la tierra, superficie o profundidad del planeta, sino en la terredad, destino obscuro de cada ser terrestre que atrae a cada ser a su centro y lo religa a su mundo. Está escrito y eso que está escrito es lo que se canta en el canto y que nuestra civilización nómada y turística hace como si no escuchara, porque en la trayectoria de ida y vuelta del ave lo esencial es el canto, el momento de la vuelta; todo ser que canta aunque no vuele ni viaje realiza igualmente esta trayectoria y el poeta absorbe su canto: árbol, cigarra, gallo, rana, río: cuando el canto del gallo queda afuera, dentro del gallo sólo hay vísceras y sueño. Así, en el poema “Nocturno”, de Alfabeto del mundo, el poeta se pregunta:

Ahora que flotan en la sombra
errantes edificios sonámbulos,
¿no quedará en alguna casa un gallo gordo,
uno solo que cante?
un gallo que simplemente cante
para que los edificios retornen a su puesto
sin que los hombres sepan por dónde deambularon?

Finalmente el poeta “[se] sum[a] al coro de las ranas. Quier[e] oírlas (…) esta noche, rodeándo[lo] . En sus coros [se] entrega a su máxima gracia”. Versos que recuerdan al antiguo Leopardi “mirando il cielo ed ascoltando il canto / della rana rimota alla campagna”. “Le ricordanze”: memoria del mundo que es memoria de un canto. El canto de las ranas es también el canto de Orfeo y la terredad de la rana, como la del pájaro, es su canto. Orfeo ¿a qué piedra, a cuál animal enternece?, preguntaba el primer poema de Muerte y memoria: ahora resulta patente que hay por lo menos un animal al que enternece el canto de Orfeo traducido en canto de pájaro, en canto de gallo, en canto de rana: el propio poeta.
El poeta funda su canto y la permanencia del canto sobre todos los cantos de la tierra y sobre ese incesante esfuerzo inocente para que el canto permanezca. Sólo que el poeta, hombre al fin, no es inocente. Antes de cantar tiene que aprender a descifrar, luego a transcribir. La relación con lo terrestre, inocente, espontánea e inmediata en el río, en el árbol, el pájaro, la cigarra, el gallo o la rana, es en él ambigua y mediatizada, es algo que él tiene que aprender, conquistar y construir. La unión mística con la tierra a la que obscuramente alude el término de terredad y el canto que la expresa no se da en él sino de manera precaria, fugitiva, fragmentaria; no sabe, no conoce, no ve bien, no oye bien y de ahí que el poema aparezca sobre todo como un esfuerzo por “anotar” otro canto, por restituir en palabras las voces que oímos emerger de la tierra, por ejemplo la del árbol, o volver volando del cielo hacia la tierra, como la del pájaro. Retenemos tres poemas que presentan tres perspectivas distintas pero convergentes de la figura del poeta: “El esclavo” de Terredad, “Poeta expósito” de Trópico absoluto y “El poeta” de Alfabeto del mundo. “Ser el esclavo que perdió su cuerpo / para que lo habiten las palabras”, dice el primero de estos textos. A costa de hacerse esclavo, de renunciar hasta a su propio cuerpo para dejarse invadir por las palabras, a costa de velar cuando todos duermen, siempre en el terror de estar en vela frente a los astros, el hombre podrá practicar la alquimia de la poesía y transformar en oro el barro humano para que no lo arrojen a los perros. En el segundo el poeta expósito se presenta como arrancado a la nada “de un golpe seco (…) / tronchado de raíz / con dos ojos abiertos y un grito / el hondo grito de quien soñó ser pájaro / y no trajo las alas para el vuelo. / (…) Poeta expósito errando a la intemperie, / mi único padre es el deseo / y mi madre la angustia del huérfano en la tierra”. Esta angustia halla una singular expresión en el tercer poema donde encontramos la alegoría de lo que podríamos llamar el poeta avaro: anda por el mundo absorto y con los ojos abiertos pero con las manos tercamente cerradas como si llevara en ellas un tesoro. El tesoro no es de oro ni de joyas: “quienes lo despidieron en su lecho / nada encontraron, salvo un canto de pájaro”.
Custodio de las palabras, avaro detentor de un canto que no es suyo, la desazón y la insatisfacción están escritos en su destino y el sentimiento de orfandad. Por debajo de la figura del poeta los versos de Montejo parecen referir más generalmente a la condición precaria y desgarrada del hombre en la tierra; sólo que el poeta tiene la responsabilidad de guardar celosamente en sus manos —o en su memoria— los cantos de la tierra y transmutarlos por medio de la escritura en poesía, en canto humano. Todo esto desemboca en la cuestión capital de la escritura del poema, de lo que en ella es decible e indecible.
Desde el primer poema de Algunas palabras vemos que el empeño de Eugenio Montejo como poeta es “anotar”, y entre lo que se propone anotar están las formas, los sonidos, los colores y también el espesor y las fuerzas del mundo: transcribirlos en algunas palabras, en unos signos que refieran el canto de los pájaros, el sol del trópico, el correr de un río, el esplendor de un paisaje; pero las palabras no pueden restituir, ni siquiera imitar sensorialmente el color de un celaje o las modulaciones del canto de un ave; la palabra no es acuarela ni violín; todo lo que el poeta puede hacer es nombrarlos, o sugerirlos sin siquiera nombrarlos, a la imaginación del lector, dar de ellos imágenes transpuestas, traducidas. Observemos en este sentido que esta poesía está en el polo opuesto del impresionismo literario de algunos modernistas que concebían el poema como una composición musical y cromática, multiplicando los artificios que fingieran al oído sonidos de guitarras o a los ojos colores del arco iris. Montejo se limita a decir: “Anduve absorto detrás del arco iris” o “Estoy tocando la antigua guitarra con que los amantes se duermen”. La conciencia que tiene el poeta del alcance y la limitación de la expresión por la palabra es lo que seguramente lo aleja en el aspecto formal de todo recurso a onomatopeyas o aliteraciones que traten de imitar torpemente los sonidos del mundo. La música que hay en esta obra es la música propia y específica de los versos hechos con palabras y no pretende imitar ni sustituir el cantar del ave, el croar de las ranas ni el tañer de las guitarras, pero sí aspira a anotarlos.
Vale la pena pues que nos preguntemos aquí, cuando el poeta declara no haber podido anotar el grito del tordo, después de comprender que en su voz hablaba un árbol, qué es lo que del canto del tordo y su misteriosa relación con la voz del árbol no ha podido anotar. No se trata por cierto de la reproducción del sonido material que podría efectuar más o menos una grabadora (el famoso grabador del moderno y decaído Orfeo). Aventuremos entonces una respuesta: lo que el poeta no logra anotar es la forma de este grito con su sentido, forma y sentido que, si en el canto humano son ya difícilmente disociables, en el grito del tordo constituyen una sola y misma cosa: el significante es el significado para el oído y el espíritu del hombre que los oye. Hay pues implicada en esta dificultad de anotar una triple relación: la relación entre dos sistemas de signos, el del pájaro y el nuestro, que patentemente no se corresponden por lo menos en el estado actual de nuestros lenguajes; la relación misteriosa entre la voz del árbol y la voz del tordo; y finalmente la relación no menos misteriosa entre esa doble voz fundida en un único mensaje con su forma única y el espíritu humano que lo recibe en esa su forma singular: ese grito; éste es en el fondo un problema de “traducción”, pues si se tratara simplemente de reproducir ya hemos dicho que esa operación la efectúa fácilmente un aparato eléctrico. Pero traducir supone restituir una significación con otros significantes, y es eso lo que aparentemente el poeta declara no lograr: anotar simultánea e indisociablemente el sonido y el sentido. A otro nivel, en un registro más familiar, es lo que sucede con la traducción de la poesía, por ejemplo lo que cantan Virgilio, Keats, Leopardi, Baudelaire o Trakl en sus respectivas lenguas; sólo que a éstos podemos leerlos en sus lenguas, análogas si no iguales a la nuestra, con relativa competencia. En el lenguaje natural del mundo, al que alude con insistencia Montejo, bajo la dificultad de anotar subyace la dificultad de descifrar. Esto nos lleva a la representación del mundo como una red de signos, como un alfabeto que tenemos primero que aprender a deletrear si, bien o mal, queremos anotar el texto que leemos; eso es lo que claramente expresa el poema que da su título al poemario Alfabeto del mundo:

En vano me demoro deletreando
el alfabeto del mundo.
Leo en las piedras un oscuro sollozo,
ecos ahogados en torres y edificios,
indago la tierra por el tacto
llena de ríos, paisajes y colores,
pero al copiarlos siempre me equivoco.
Cuando el tahúr, el pícaro, la adúltera,
los mártires del oro y del amor
son sólo signos que no he leído bien,
que aún no logro anotar en mi cuaderno.
Cuánto quisiera al menos un instante
que esta plana febril de poesía
grabe en su transparencia cada letra:
la o del ladrón, la t del santo,
el gótico diptongo del cuerpo y su deseo,
con la misma escritura del mar en sus arenas,
la misma cósmica piedad
que la vida despliega ante mis ojos.

Descifrar y transcribir en el cuaderno o poema el mundo entero con toda la complejidad de su enorme y misteriosa red de símbolos; no sólo pájaros y árboles (objetos privilegiados por su fuerte virtud de simbolización), no sólo ríos, paisajes y colores, sino las fuerzas afectivas que en el mundo se entrechocan y se abrazan, la cavilación de los hombres que deambulan, la culpa de los inocentes, todos signos que no se pueden leer bien, seguramente porque —como dice el poema “Las ranas”— “la oscuridad de Dios no deja ver nada claro”. Así que no hay manera de no equivocarse en la versión. La poesía no es exacta, primero, porque la realidad no es sino imperfectamente legible, y segundo, porque su alfabeto interminable y necesario es irreductible a los 30 signos convencionales del nuestro, como su música se adapta mal al limitado registro fónico de nuestras lenguas humanas; y sobre todo, diría el maestro Blas Coll, “a las estructuras tan pesadas de nuestro idioma”. De ahí el anhelo o la tentación (expresado por más de un poeta moderno) de abandonar la escritura en palabras, de grabar las letras con la misma escritura del mar en las arenas o con una escritura de piedra: “Alguna vez escribiré con piedras, / midiendo cada una de mis frases / por su peso, volumen, movimiento. / Estoy cansado de palabras” (“Escritura). Esto parece imposible, pero el poeta persigue ese imposible empeñándose de poema en poema en inventar un lenguaje más fiel a las músicas del mundo, más natural. Así el leguaje mismo, lugar original del poeta, se vuelve utópico en la busca de una palabra que nos devuelva el topos desechando todo tópico. En la nostalgia del lugar perdido, del regreso al canto de Orfeo está implicada la nostalgia de un mundo en que los hombres hablaran “como los árboles y los pájaros que los rodean, como los vientos en sus piedras milenarias” dice El cuaderno de Blas Coll.
Blas Coll, heterónimo de Eugenio Montejo, es el lingüista de la utopía, investigador incesante de un lenguaje por crear y en sus papeles indescifrables dice muchas cosas que Eugenio Montejo, poeta de lengua castellana, no puede o no debe razonablemente decir. Dos fragmentos de este cuaderno nos parecen especialmente ilustrativos de la preocupación del poeta. El primero asedia el lugar de la poesía como un ámbito de pensamiento e imágenes puras anterior a las palabras:

Un pensamiento es tanto más verdadero si lo que expresa puede ser representado sin palabras en nuestra conciencia. El hábito verbal le agrega un  peso tal a toda idea, que casi nos es imposible salir de las palabras para pensar. Y, sin embargo, el ajedrecista puede concebir una variada serie de movimientos de formulaciones no verbales, del mismo modo que el músico concibe una estructura puramente tonal. Se me da así clara la diferencia entre prosa y poesía, siempre confusamente planteada. Prosa es toda representación de conceptos; poesía, en cambio, es imagen pura, acecho de la palabra desde la zona de nuestra mente no contaminada de verbalidad (Eugenio Montejo, El cuaderno de Blas Coll, Caracas, Fundarte, 1981).

El otro fragmento narra la aventura del hallazgo de una nueva vocal:

…muchos soles soporté oyendo el viento entre las piedras, el chasquido del agua en los acantilados. Fijaba, antes de irme, un cartel a la puerta de mi tipografía: Volveré tarde. Salí a buscar una vocal. De noche, entre las lluvias torrenciales, prestaba toda la atención posible a los diferentes timbres de las gotas en las hojas, y así por años, sin avanzar un palmo en mi propósito. Fue en el crujido de una palma desolada donde por primera vez la adevertí. Me hizo el efecto de la cuerda de un violín sumergido que se rompe. La anoté al instante con gran contento de mi hallazgo y la repetí durante varios años hasta hacerla mía del todo (Ibid. p. 40).

“Hay indicios —dice Montejo— de que don Blas prescindió al final del alfabeto”; pero también dice que don Blas se volvió loco apenas entró en la materialización de sus teorías… Más de un gran poeta, sin embargo, ha de haber errado alguna vez por las vecindades de esa locura. Estas reflexiones en todo caso nos aclaran mejor que cualquier comentario exterior la dificultad para el poeta de anotar el grito del tordo: para anotarlo verdaderamente habría que inventar el fonema apropiado; más que reformar la lengua desde su raíz, crear otra. El lector de la poesía de Montejo debería leer paralelamente El cuaderno de Blas Coll, que al mismo tiempo la explica y la discute.
Se trata pues en el fondo de la obra poética de la busca de un mundo anterior a la palabra donde las palabras que lo expresaran tendrían otra función y otra estructura. Tal es la utopía. De momento al poeta no le queda sino seguir equivocándose en castellano, pero de equivocación en equivocación afina más y más el oído para escuchar mejor las voces de la tierra. Es realizando un trabajo interno y sutil con las sonoridades y las combinaciones melódicas posibles en el idioma como Montejo desplaza siempre un poco más las barreras de lo imposible; y si no logra la adecuación perfecta entre las palabras y el ámbito secreto “no contaminado de verbalidad”, en esta indagación poética su lenguaje se acendra, se hace flexible y denso, más fiel al dechado de un cántico silente y desnudo y más connaturalizado con la tierra.
Hay un poema impresionante de Blanca Varela que lleva por título “Curriculum vitae”: “digamos que ganaste la carrera / y que el premio / era otra carrera”. La carrera del poeta es como una novela de Kafka; pero si al fin de cada carrera no ha logrado reescribir adecuadamente los signos obscuros, algún fragmento sí habrá rescatado del misterio, tendiendo un frágil puente de letras entre el espíritu y el mundo. No con escritura de mar y de piedra sino con algunas palabras medidas el poema despliega ante nuestros ojos algo de esa cósmica piedad que el poeta lee en la vida. Eso es una cosa entre otras muchas que debemos aprender a deletrear en la poesía de Eugenio Montejo.

NOTAS
1. Además de sus poemarios Montejo ha publicado dos libros de ensayos literarios: La ventana oblicua, Caracas, 1974 y El taller blanco, Caracas, 1983, así como una colección de reflexiones sobre la lengua que revelan la agonía del poeta entre las posibilidades y los límites de la palabra: El cuaderno de Blas Coll, Caracas, 1981.
2. En La ventana oblicua, p. 6
3. Ésta parece ser más bien la concepción del propio Montejo, a juzgar por una reflexión de El cuaderno de Blas Coll: “Decía que mejor llegaría a expresarse el que se guiara por el lenguaje de los pájaros, y fuese del sonido a la idea, y no de la idea al sonido siguiendo los recovecos tramposos de la lógica”. La expresión del poeta, guiada por el lenguaje de los pájaros es, como veremos, una intuición fundamental de Eugenio Montejo.
4. Notemos que en su último poemario, Partitura de la cigarra (Valencia [España], Pre-textos, 1999), Eugenio dedica nada menos que 17 poemas a estas canoras hijas de Orfeo.
5. “Con el poeta venezolano Eugenio Montejo. Una alianza entre la razón y el misterio.” La Prensa, Buenos Aires, 18 de marzo de 1979.
6. Francisco Rivera, “La poesía de Eugenio Montejo”, en Inscripciones, Caracas, Fundarte, 1981, p. 95.



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Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Oswaldo Vigas (Venezuela, 1926-2014)
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Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim estruturado:

1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)

Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio Simões.

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