sábado, 25 de junho de 2016

LOURDES GONZÁLEZ HERRERO | genuflexión, giro y muerte de Alejandra Pizarnik


Nadie puede sustraerse al encanto terrible que producen los versos de Alejandra Pizarnik. Son como heridas en la carne memoriosa, dagas que cruzan el espacio de la niñez, son flagelos en la soledad, disparos que despiertan a los lectores en medio de la noche y los colocan frente al espejo que, en su poesía, vuelven a ser tortura y confirmación.
Dijo Machado que el poeta debe tener una metafísica para andar por la vida, Alejandra la tuvo, fue la metafísica del caos, contenido en una mente abierta al futuro -pero perversa a causa de la desolación-, y un cuerpo que percibe todas las sensualidades, que incluso puede subvertir algunas, en aras de lograr un total entendimiento humano.
Nace en Buenos Aires, Argentina, el 29 de abril de 1936, en una familia de inmigrantes rusos de ascendencia judía, que vivieron en la parte sur de Buenos Aires, en un barrio de burguesía media. Si me atengo a sus escritos puedo concluir que su infancia estuvo habitada por temores, tristezas, y una falta de afecto que conmueve, así se refleja en su prosa El viento feroz:
Estaba con sus padres en el teatro esperando el momento de la función. Cuando se apagaron las luces su cuerpecito vibró convulso como cuando se introduce por un segundo el dedo en el toma corriente. Un bicho monstruoso, un alacrán bebedor de sangre se había remontado a su ser e inauguraba un proceso de devastación que jamás finalizaría.
Y en su poemario Las aventuras perdidas:

Mi infancia sólo comprende
al viento feroz
que me aventó al frío.
Recuerdo mi niñez
Cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña.

En 1954 Alejandra ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y un año más tarde publica su primer libro de poesía La tierra más ajena. Pasado algún tiempo rechaza este libro y prefiere olvidarlo. Pronto abandona los estudios universitarios y pasa a tomar lecciones de pintura con Juan Batlle Planas, pintor argentino de origen español que contribuyó a la evolución de sus conceptos sobre poesía, y a su modo tratar la distribución del texto sobre la página en blanco como una forma, un dibujo.
En 1956, publica La última inocencia, dedicado a León Ostrov, su analista de muchos años y de quién, según testimonios, estuvo enamorada.
Por entonces ya está muy relacionada con poetas contemporáneos suyos como Rubén Vela y Clara Silva, e inicia su amistad con Olga Orozco, que durará hasta su muerte.
En 1958 publica Las aventuras perdidas, que lleva una ilustración de Paul Klee -quien fue, junto a Hyeronimus Bosch, su pintor favorito-, y  muestra a una muchacha con una pluma de pavo real en las manos, en un paso de baile. En este libro aparecen explícitamente dos símbolos que más tarde la obsesionarán: la noche como realización y la luz como negación de vida.
La etapa de París dura cuatro años, de 1960 a 1964, y la sitúa en un escenario internacional, incentivándole nuevas perspectivas, deudoras de una maduración personal que hará que pertenezcan a esta época la mayor parte de sus poemas antológicos.
Es en París donde conoce a Vicente Huidobro, Octavio Paz, Oliverio Girondo y Julio Cortázar, estos dos últimos fueron amistades mayores. La Pizarnik repite la vivencia que tuvieron tantos poetas de generaciones anteriores: su viaje a París como Meca, como centro de cultura, como experiencia necesaria y fundamental a su carrera. Allí desarrolla una actividad múltiple: es redactora de la revista Cuadernos del congreso por la libertad de la cultura, pertenece al comité de colaboradores extranjeros de Les Lettres Nouvelles, y conoce también a escritores de la importancia de Yves Bonnefoy, André Pieyre de Mandiargues y Henri Michaux; tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Cesairé, y estudió historia de la religión y literatura francesa en La Sorbona. Su pasión por París duró hasta su muerte. En carta a Juan Liscano, escribe:

Estoy haciendo lo posible —es decir, lo imposible— por volver a París. Allí, a pesar del desamparo externo, soy más feliz. Quiero decir: puedo escribir con más libertad. (Esto es tan complejo y tan indecible).






Ir a París representó para ella una liberación de todo lo ya conocido en Buenos Aires: ambientes, conversaciones, limitaciones, conservadurismos, etc. Octavio Paz escribirá por entonces el prólogo a un nuevo libro suyo, Árbol de Diana.  Lee ávidamente. Escucha  música rock, puesta a todo volumen, durante horas enteras, y se apasiona con Janis Joplin, la cantante de rock norteamericana que se muere en 1970, y a quien Alejandra dedica un poema que se publica en Zona franca, y que luego incorpora a su obra.
En 1965 regresa a Buenos Aires y aparece un nuevo libro, Los trabajos y las noches. Con esta obra obtiene el Primer Premio Municipal. Contiene poemas escritos, en su mayoría, en París.
Cuando en ese mismo año publica La condesa sangrienta en la revista Testigo, exhibe en esta prosa un marcado interés por el sadismo y la obscenidadEdgardo Cozarinsky, contestando a preguntas sobre Alejandra Pizarnik, escribe desde París:

En su último tiempo Alejandra estaba muy interesada en la obscenidad. Yo no podía seguirla en su delirio y la dejé de ver unos dos años, o un año y medio antes de su muerte. Una de las últimas veces que hablamos por teléfono fue en una de sus habituales llamadas a las tres o cuatro de la mañana, cuando estaba haciendo una pausa en su trabajo y tomaba su té de la tarde, digamos.

En el año 2001, el lingüista Tony Thorne, de la Universidad de Londres, publica un artículo en Bloomsbury, en el que señala que la poeta argentina escribió un relato sobre las perversidades de Erzsébet Báthory como un presagio de las desapariciones, los tormentos en los campos de concentración y las matanzas sin castigo que la Argentina viviría pocos años después. También acota que la metáfora esbozada por la Pizarnik sobre la condesa parecía una efusión surrealista en 1971, y tal vez la propia poeta creyese que lo era porque los escritores no saben a veces cuán lejos puede llevarlos el instinto, o, como decía Spinoza, hasta dónde puede llegar un cuerpo. Y recuerda a Borges cuando escribió: Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas, en La esfera de Pascal.
En 1969 recibió una beca Guggenheim, y en 1971 una Fullbright.
Sus tendencias obsesivas se agudizan justo en estos años finales de su vida. Sobreviene una etapa de marcada melancolía, y la sombra de la locura alteró sus últimos años. Aparecen entonces sus libros: Extracción de la piedra de locura(1968), y El infierno musical (1971). Ya todas, o casi todas las imágenes de estos libros son de desgarramiento y alienación. Es un período de intensa depresión. En el poema “En la otra Madrugada” dice: Escucho grises, densas voces en el antiguo lugar del corazón. Es en el año 1970 cuando sufre su primera gran crisis y casi no publica. En El infierno musical ya hay imágenes extrañas que indican su profunda perturbación: Risas en el interior de las paredes. También en este volumen, en un poema titulado “En un ejemplar de Les Chants de Maldoror” aparece explícita la idea del suicidio: triste como sí misma / hermosa como el suicidio. Versos que ella describe con placer, como si el suicidio —el no ser— fuese un triunfo. El tono de El infierno musical —infierno de la palabra— es de profundo pesimismo y sumamente inquietante. Se hace evidente la disociación de la personalidad de Alejandra, las múltiples personalidades y las diferentes voces que la atormentan: Ya no puedo hablar con mi voz, sino con mis voces. Este volumen termina en un tono de desesperanza, en una serie de preguntas ansiosas y desesperadas: Cuándo dejaremos de huir? Cuándo ocurrirá todo esto? Dónde? Cómo? Cuánto? Por qué? Para quién?
En la progresión de su obra se puede advertir cómo Alejandra comienza a dejar de creer en las palabras, ya no le parecen ni solución ni destino, las va dejando solas en las páginas y llega un tiempo en el que ya no la complacen como al principio. Cree entonces que en esa nueva aventura de lo escrito debe aportar sufrimiento, debe sufrir ella misma el rigor de la pérdida de la fe en las palabras, y debe acogerse a un vínculo con lo grotesco y lo inhumano. Al mismo tiempo sus cartas y papeles comienzan a ser confusos, desarticulados de aquel cosmos poético en el que ella gobernaba las rutas de su expresión.
En enero de 1972 sale del hospital luego de una estadía de cinco meses, y en una carta a Juan Liscano se advierte su desequilibrio: En Buenos Aires no aceptan que una poeta tan pura tenga necesidades. Oh, que se vayan a la mierda. En otra carta a Liscano fechada el 12 de Febrero de 1972, dice:

Estoy mejor, pero sigo con fiebre. No es feo pero te ruego perdonarme algunos delirios inextricables que se me deslicen (o no). Ando algo animal de tanto yacer en el hospital (me hacían besar la cruz), esa imposición me daba rabia; ergo, la chupaba y la lamía curioso: a pocos pasos de la muerte, la muerte es viva, vívida y vibrante y todos los Paul Claudel y Henri Troyat (por citar a dos gordos) parecen un chiste.

Ya en 1962 había escrito en su “Diario íntimo”, publicado en Mito:

El misterio más grande de mi vida: ¿Por qué no me suicido? Es en vano alegar mi pereza, mi miedo, mi futilidad. Quizás debido a esto, todas las noches me parece haber olvidado algo.

La búsqueda del poema como única realidad, existencia hecha real sólo por la poesía, llega, como a Van Gogh, como a Artaud, y a otros muchos, a destruirla. Julio Cortázar resume bien el precio de esa búsqueda en un poema que dedica a la muerte de Alejandra.

Puesto que el Hades no existe, seguramente estás allí,
último hotel, último sueño,
pasajera obstinada de la ausencia.
Sin equipaje ni papeles,
dando por óbolo un cuaderno
o un lápiz de color.
-Acéptalos, barquero: nadie pagó más caro
el ingreso a los Grandes Transparentes
al jardín donde Alicia la esperaba.

Cortázar y Orozco no fueron los únicos poetas que sintieron hondamente el suicidio de Alejandra. Una prueba más de la admiración que provocaba su obra es la serie de homenajes a su muerte. Desde Juan Gelman y Raúl Gustavo Aguirre, hasta poetas de las nuevas promociones como Federico Moreyra y Alicia Bello dejaron testimonio de su pena en poemas publicados en diarios y revistas.
El examen del fracaso empieza a obsesionarla, Alejandra se debate entre la desesperación y el rechazo a cualquier tipo de ayuda por parte de los otros. Su “ayúdame a no pedir nada” es claro en este sentido. Su plan de desarrollar la vida a través de las palabras ha fracasado, y ante ese fracaso poco tiene que hacer. No quiere una vida común, la desespera cumplir el ciclo de nacimiento, maduración, procreación y muerte, le urge encontrar otro modo de sentir, y ya sabe que las palabras no construyen precisamente un destino, que no pueden salvarla de ser Alejandra Pizarnik, una mujer distinta, frágil, siempre alerta ante los otros. Sin embargo, en medio de ese caos, preserva la lucidez, la guarda incluso hasta el final, hasta el día en que le dieron un permiso por buena conducta y se fue a casa sabiendo que no volvería a ninguna parte.
Su obsesión permanente fue traducirse en el lenguaje. Ella misma lo dijo: Creo que la única morada posible para el poeta es la palabra. Pero más adelante llega a pensar que sólo puede trabajar con alusiones, con aproximaciones, no con palabras. Borges, en conversación con  Fernández Moreno, dice que Lugones, que era esencialmente “verbal” —al igual que Pizarnik— se mató cuando comprendió —por fin— que la realidad es incomunicable y atroz. En sucesivas cartas a Juan Liscano hablando de su poesía, Alejandra se refiere a su lucha “cuerpo a cuerpo” con el poema, como si uno y otro fueran una misma cosa que debiera fundirse para alcanzar sentido y trascendencia: transformar la vida en poesía, corporeizarla a través de las palabras. Su amada frase de Rimbaud: “la rebelión es mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, expresa esa fusión donde ya no hay diferencias entre contemplador y contemplado.
Pero, al final, se rompe el hilo que iba uniendo toda su obra y se quiebran las secuencias lógicas y las estructuras del lenguaje. La pérdida de la palabra, de su paraíso particular, implica la inmovilización sentimental de Alejandra Pizarnik, es su entrada en ese silencio lo que dejó reflejado en uno de sus últimos poemas:

a H. M.
estoy con pavura
hame sobrevenido lo que
más temía.
No estoy en dificultad:
estoy en no poder más.
No abandoné el vacío y el
desierto.
vivo en peligro.
tu canto no me ayuda
cada vez más tenazas,
más miedos.

Ella había afirmado en un ensayo sobre Antonin Artaud, al citar a Hölderlin, que la poesía era un juego peligroso y que contaba ya con sus víctimas: el suicidio del mismo Artaud, el silencio de Rimbaud, el sufrimiento de Baudelaire. Como aseguraba de estos poetas, todos tenían en común el haber querido anular la distancia que la sociedad obliga a establecer entre vida y poesía. Pero la fusión de ambas, si bien lleva a la plenitud buscada, lleva también al silencio. Ya no hay necesidad alguna de aludir, de expresar: todo es.
Enrique Molina, que tanto y tan bien la conocía, escribió sobre ella que “no tenía salvación: no había aprendido a mentirse, a resignarse, a olvidar”.
Se suicida con una sobredosis de seconal el 26 de septiembre de 1972, mientras pasaba un fin de semana fuera de la clínica siquiátrica donde estaba internada. A pesar del cerco doloroso en el que vivió, de la singularidad de sus experiencias, y del clamor que escuchamos en cada uno de sus textos, la obra de Alejandra Pizarnik impulsa hacia un lugar profético y libre: La Palabra.
Ya previendo el fin, declara que su ideal sería hacer poesía con cada minuto de su diario vivir:

Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.

A esas ceremonias nos enfrenta y, por supuesto, son ceremonias de amor.



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Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Ana Eckell (Argentina, 1947)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim estruturado:

1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)

Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio Simões.

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