sábado, 25 de junho de 2016

DANIEL GONZÁLEZ DUEÑAS | Fernando Pessoa y Antonio Porchia: el acto de creer


El azar establece una conexión entre el gran polígrafo lisboeta Fernando Pessoa (1888-1935) y Antonio Porchia (1885-1968), el maestro italo-argentino autor de un solo libro de breves fragmentos a los que llamó voces. Esta relación existe ya desde los nombres y las cifras: en Lisboa, el 13 de junio, día en que nació Pessoa, es el día de San Antonio, santo patrono de esa ciudad; por ello su nombre completo es Fernando Antonio Nogueira Pessoa. Otra relación es numérica: Pessoa nace el 13 de junio; Porchia, el 13 de noviembre.
En el mundo de la cultura se han dado frecuentemente otras conexiones; por dar un solo ejemplo, el lingüista y filósofo Bernard Fernandez, en un erudito ensayo redactado para la Universidad París VIII, [1] atribuye a Porchia una frase de Pessoa: “Pensar es estar enfermo de los ojos” (originalmente firmada por uno de los heterónimos de Pessoa, Alberto Caeiro); esa falsa atribución, como sucede abundantemente en Internet, se ha heredado intacta en otras páginas.
Lo que el azar indica en este caso es quizás una hermandad en lo profundo, el diálogo subterráneo de irrepetibles soledades: una misma dimensión del espíritu. Pero la liga se establece menos entre Porchia y Pessoa que entre aquél y Bernardo Soares, el “seudoheterónimo” de Pessoa que es también autor de un solo volumen, el inmenso e inconcluso Libro del desasosiego. Soares parece estar describiendo a Porchia en numerosos fragmentos reunidos en esas páginas, y sobre todo en éste:

La vida es un viaje experimental, hecho involuntariamente. Es un viaje del espíritu a través de la materia y, como es el espíritu quien viaja, es en él donde se vive. Hay, por eso, almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa, más tumultuosamente que otras que han vivido externas. El resultado lo es todo. Lo que se ha sentido ha sido lo que se ha vivido. Uno se recoge de un sueño como de un trabajo visible. Nunca se ha vivido tanto como cuando se ha pensado mucho.
Quien está en el rincón de la sala baila con todos los bailarines. Lo ve todo y, porque lo ve todo, lo vive todo. Puesto que, a fin de cuentas, todo es una sensación nuestra, tanto vale el contacto con un cuerpo como su visión o, incluso, su simple recuerdo. Bailo, pues, cuando veo bailar. Digo, como el poeta inglés, al narrar que contemplaba, tumbado en la hierba, a tres segadores: “Un cuarto está segando, y ése soy yo”. [...]
¡Tanto he vivido sin haber vivido! ¡Tanto he pensado sin haber pensado! Pesan sobre mí mundos de violencias pasadas, de aventuras tenidas sin movimiento. Estoy harto de lo que nunca he tenido ni tendré, tedioso de dioses por existir. Llevo conmigo las heridas de todas las batallas que he evitado. Mi cuerpo muscular está molido del esfuerzo que no he pensado en hacer. [...] Duermo lo que pienso, estoy echado andando, sufro sin sentir. Mi gran nostalgia lo es de nada, es nada, como el cielo alto que no veo, y que estoy mirando impersonalmente. [2]

La soledad de Soares es gemela de la de Porchia, y ambos coinciden en una percepción dolorosamente consciente de la influencia mutua entre el individuo y el universo. Bernardo Soares exclama:

Si nuestra vida fuese un eterno estar en la ventana, si allí nos quedáramos, como una voluta de humo suspendida, siempre, siempre ante el mismo momento del crepúsculo que duele en la curva de los montes. ¡Si así pudiéramos quedarnos más allá de siempre! ¡Si, al menos, más acá de esa imposibilidad, pudiésemos quedarnos así, sin emprender ni una sola acción, sin que nuestros labios pálidos pecasen más palabras!

A través de su síntesis rigurosa (es decir, con un menor pecado de palabras), Porchia exclama:

Si pudiera dejar todo como está, sin mover ni una estrella, ni una nube. ¡Ah, si pudiera! [3]

Sin embargo, la soledad de Porchia desborda lo individual:

Mirando las nubes he visto que mi pensamiento no tiene su cuerpo solamente en mi cuerpo.

También Porchia lo ve todo:

Donde miran mis ojos, están mis ojos que miran.
Sí, son millones de estrellas. Y millones de estrellas son dos ojos que las miran.

Y, como en toda su obra, Porchia va más allá:

Los ojos que donde miran buscan donde mirar, destruyen donde miran.
Puedo no mirar las flores, pero no cuando nadie las mira.
Si no creyera que el sol me mira un poco, no lo miraría.
Cuando la noche se canse de mirarme, dejaré de mirar.

Existe, pues, una diferencia esencial cuando ambos autores se enfrentan a lo inefable. Bajo la personalidad de Bernardo Soares, Pessoa escribe unas líneas esenciales:

Lo perfecto no se manifiesta. Lo santo llora y es humano. Dios está callado. Por eso podemos amar lo santo pero no podemos amar a Dios.

En el extremo opuesto, Porchia exclama:

Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado.

La confrontación entre ambas voces desencadena una compleja serie de repercusiones. Pessoa requiere la manifestación de la divinidad para poder amarla (sólo se puede amar a lo que se manifiesta, es decir, a lo imperfecto). No es una cuestión de creencia, sino de oponer lo perfecto a lo santo. Para Pessoa/Soares, en Dios no hay santidad sino silencio; sólo lo humano puede llegar, en sus estadios más altos, a la santidad, que es romper el silencio a través del llanto. Existe una sutil diferencia entre guardar silencio, un estadio pasivo e implícito, y callar, que es activo y explícito porque equivale a una renuncia a manifestarse. El silencio no parece “lo propio” de la divinidad (su naturaleza, su característica) sino su decisión: podría manifestarse, pero calla deliberadamente -al menos respecto a su criatura. Ésta, con el orgullo de un niño excluido, responde convirtiendo al acto de ser abandonado en el acto de abandonar a quien siente que lo rechaza: le retira reconocimiento, niega su existencia. Si lo humano es lo manifiesto, es decir lo que no calla, la más depurada manifestación de lo humano es el llanto, y corresponde a lo único que podemos amar.
En cambio, Porchia no necesita creer para amar. En el ser humano, creer en algo no manifiesto implica menos al amor que al miedo: se teme a lo que permanece callado. En el ateo, la incredulidad es negación: no sólo no cree (postura pasiva), sino que niega (postura activa); por su parte, el agnóstico, que sólo cree en la incertidumbre (postura pasiva), también la usa para una ulterior negación (postura activa): no se puede amar a lo que no se resuelve (a lo que permanece callado y no se manifiesta). Porchia toma esa condición esencial (no creer equivale a negar) y la invierte de modo casi cataclísmico: no creer no cancela automáticamente al reconocimiento (amar).
En Pessoa hay una dialéctica precisa; ante su mirada se contraponen perfección e imperfección, lo divino y lo humano; asimismo queda delimitada la oposición perfecto-santo: la imperfección divina sería la manifestación (si Dios se manifestara, si abandonara el silencio, se volvería imperfecto, es decir, humano: sólo entonces sería amable). Del mismo modo, la menor imperfección humana corresponde a la santidad (los seres manifiestos, imperfectos, viven una tragedia, son resultado de una fatalidad; por tanto, sólo alcanzan su más alto grado cuando lloran esa esencia trágica y fatal: ello se vuelve santidad).
Porchia transfigura las balanzas usuales: ante todo, no enfrenta a dos magnitudes correspondientes, sino a una que es sólo mayoritaria (“casi no he creído nunca en ti”), con otra que es total (“siempre te he amado”). El diálogo entre ambos autores arroja una luz indirecta: es Pessoa quien introduce el término santidad (“Lo santo llora y es humano”), pero sin asumirlo. Quien lleva ese término a sus últimas consecuencias es Porchia, y no porque llora sino porque es capaz de tomar su mayoritaria incredulidad -que en la dialéctica usual es negación- y transformarla en la máxima afirmación, en el total reconocimiento. En principio, podría interpretarse que Porchia no cree en el concepto usual de la divinidad (un símbolo en el que encontraría defectos) y que ama a una magnitud con la que guarda una relación directa (ya sea con un símbolo de la divinidad interior o con la literalidad de una esfera superior e inefable). Sin embargo, en cualquiera de estos casos lo que resalta es que el autor de Voces no necesita ver para creer, ni creer para amar. Todas las valencias son invertidas: la santidad humana ya no se limita a ser el llanto ante una tragedia, sino que se vuelve capacidad de revelación.
En las religiones mayoritarias, la creencia es condición indispensable del amor. El santo religioso es el que cree en lo no-manifiesto, en lo perfecto, en lo callado, y únicamente porque cree en ello, lo ama. El resto de los seres humanos no pueden amar directamente a la divinidad, pero -según Pessoa- son capaces de amar el amor de ese santo: la santidad de éste consiste precisamente en amar lo que los demás no quieren o no pueden amar, y es eso lo que lo vuelve amable. Y es posible amar al santo porque lo que hace es llorar la imperfección humana, en tanto encarna el lamento ante la fatalidad (“Lo perfecto no se manifiesta”), el abandono y el ulterior absurdo. El santo llora porque es humano. La humanidad, imperfecta, se manifiesta, y su más alta manifestación es el llanto. Si Dios es el silencio (la no-manifestación), lo humanoes el llanto (son sinónimos manifestación, expresión y lamento). La relación entre lo humano y lo divino se da a través del santo, porque es a este último a quien todos aplican el amor, que es reconocimiento de lo inefable.
El hecho de que Dios no se manifieste se vuelve un tácito reproche que hace lo perfecto a lo imperfecto, y es casi un desprecio: ¿por qué la perfección no creó a una criatura perfecta, con la que podría comunicarse? Sólo si el humano accediera a la perfección podría comunicarse directamente con la divinidad. Si la criatura es imperfecta, ello parece implicar una separación y hasta un rechazo deliberados del Creador: éste sólo se manifestó en la creación y luego abandonó a la criatura como si estuviera avergonzado de ella; ¿en qué modo podría ésta amar a un hacedor que se comporta de esa manera? El silencio se vuelve divino por naturaleza y, así, toda manifestación humana no puede sino ser registro de un lamento, casi de una vergüenza. Resulta imposible amar a una entidad divina que nos avergüenza de tal modo constante y sostenido, es decir, que a cada instante nos echa en cara nuestra imperfección a través de su ominoso silencio. El santo religioso, único capaz de amar a Dios en esas condiciones, adquiere ese rango menos por santidad que por heroicidad: es el que renuncia a aquella mínima dignidad humana (orgullo) que a la mayoría de los mortales impide amar a un creador que humilla y desprecia de tal modo a su criatura.
Lejos de todo ello y de una manera fragorosa e impensable, el santo laico que Porchia revela -y encarna- es el que casi nunca ha creído en lo que no se manifiesta, y sin embargo lo ama. Para él, el silencio divino no es impedimento y, por lo tanto, ese silencio deja de ser frontera entre lo perfecto y lo imperfecto. Ya no hay reproche implícito en el silencio de Dios, ni vergüenza esencial en las manifestaciones humanas. La expresión del hombre ya no tiene por fuerza que ser el dolor ante el desprecio divino. El amor se devela vía directa, acceso inmediato que no depende de nada exterior a él. Lo fatal se revela como liberación. El hombre ya no tiene que decir, dolorosamente, “Soy ateo, gracias a Dios”, porque la creencia deja de ser renuncia a la dignidad, y la no-creencia deja de ser negación. Tan humilde como soberbiamente, Antonio Porchia transforma esa frase en “Soy Dios, gracias a mí”.
En El amor en tiempos del cólera (1985) de Gabriel García Márquez se encuentra este párrafo: “Sólo en esas ocasiones, y en otras de tanta urgencia, [Florentino Ariza] se daba cuenta de la verdad de una frase que le gustaba repetir en broma: ‘No creo en Dios, pero le tengo miedo’”. [4] Tal frase aparece citada de modo irónico (en la vena de “Soy ateo, gracias a Dios”), y como si se tratara de un refrán o una sentencia de “dominio público”. El narrador no especifica claramente si esa frase fue inventada seriamente por el personaje y le gusta “repetirla en broma”, o si la escuchó en alguna parte como algo serio que gusta decirse de forma irónica.
Tampoco el autor de la novela se atribuye el refrán y se limita a presentarlo sin especificar su fuente. Sin embargo, difícilmente podrá encontrarse esa frase como proverbio o sentencia en una búsqueda por diversas literaturas populares. ¿Se trata de una falsa atribución y en realidad ha sido creada por García Márquez? (Se atribuye directamente a éste en las páginas de Internet dedicadas a reunir máximas y aforismos.) Y en este caso, ¿puede considerarse una mera “coincidencia” la cercanía que guarda con la exclamación de Antonio Porchia “Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado”?
Una posibilidad intermedia radicaría en definir la versión incluida en El amor en tiempos del cólera como una paráfrasis. Bajo este último carácter posible, esa frase ha resurgido ni más ni menos que en el cine hollywoodense más ortodoxo y comercial. La película The Usual Suspects, un thriller dirigido por Bryan Singer en 1995, se basa en una presencia siniestra que centra el relato desde las sombras, un mafioso conocido como “Keyser Söze” al que se llega a identificar con el mal personificado. El poder de este personaje, convertido en mito en el bajo mundo, radica en no ser visto. El narrador del filme, un ex-convicto llamado Roger “Verbal” Kint (Kevin Spacey), afirma:

¿Quién es Keyser Söze? Se supone que es turco. Algunos dicen que su padre era alemán. Nadie creía que fuera real. Nadie lo vio jamás o supo de alguien que trabajara directamente para él, pero cualquiera podría haber trabajado para él sin saberlo. No saberlo: ese era su poder. El más grande truco del diablo fue convencer al mundo de que no existe.

Es entonces que “Verbal” cita una frase que supuestamente oyó de uno de sus cómplices: “No creo en Dios pero le temo” (I don’t believe in God but I’m afraid of Him), y agrega: “Bueno, yo creo en Dios y la única cosa que me asusta es Keyser Söze”.
Resulta verosímil imaginar que Christopher McQuarrie, autor del intrincado guión de la película, se inspiró en García Márquez y no directamente en la voz de Antonio Porchia. En todo caso, debe hablarse aquí menos de una paráfrasis que de una muy exacta y reveladora inversión: en la cultura norteamericana la frase I don’t believe in God but I love Him (“No creo en Dios pero lo amo”) sería insulsa porque plantea al amor como algo independiente de la creencia, y porque creer y amar son actos insignificantes. Esa cultura no sólo coincide con Pessoa/Soares en cuanto a que el ser humano no puede amar a lo que no se manifiesta, sino que va mas allá: el no manifestarse es precisamente la característica de aquello a lo que más se teme.
En cambio, la exclamación I don’t believe in the devil but I’m afraid of him (“No creo en el diablo pero le tengo miedo”) resultaría estremecedora para la mentalidad estadounidense y sería de inmediato reconocida como “verdad innegable”, porque el miedo no es sólo independiente de la creencia, sino mucho más poderoso que ella. El fundamental acto humano ya no es, como observa Pessoa, amar a la santidad (el santo es quien ama a aquello que los demás son incapaces de amar), sino temer a lo diabólico (es decir, a lo que todos son capaces de reconocer como sustento del mundo).
Según la tabla de valores que rige al materialismo norteamericano, el universo es aterrador independientemente de que los individuos crean o no en esa “verdad”, porque no necesitan creer (intelecto sublimado en creencia y luego en fe): les basta sentir (visceralidad cerrada al intelecto e incluso al sentimiento). Creer es un acto de la conciencia, tan insulso -relativo, subjetivo- como el amor individual, mientras que el pánico es un acto del instinto, tan estremecedor -absoluto, objetivo- como el terror colectivo. La realidad equivale al mal; la irrealidad, al bien.
Según Bernardo Soares, “lo perfecto no se manifiesta”: el Creador perfecto abandona a su criatura imperfecta. Y mientras que “Dios está callado”, “lo santo llora y es humano”: el santo sacrifica su dignidad de criatura rechazada (el orgullo herido que comparten todos sus semejantes) y ama al Creador a pesar de que éste calla y no se manifiesta. El santo podría amar en silencio, esto es, optar por no manifestarse para asumir, por analogía, el acto divino de callar. Sin embargo, esto sería hybris: puesto que “lo perfecto no se manifiesta”, lo imperfecto se manifiesta. Todos los seres humanos se manifiestan de muy diversos modos todo el tiempo, pero la manifestación del santo es precisamente la más alta, la más humana: el acto de llorar. Lo que lo hace santo es, entonces, tanto el amor (al amar, da reconocimiento a la divinidad aunque éste no sea recíproco) como la renuncia al orgullo del resto de las criaturas. A la vez, son sus lágrimas las que lo vuelven humano. Por su parte, las demás criaturas -para seguir con Pessoa-, que son incapaces de amar directamente al Creador despectivo, aman el lamento del santo y es este amor el que les confiere humanidad (“Por eso podemos amar lo santo pero no podemos amar a Dios”).
En este punto la modernidad se separa de Pessoa: la relación que se concibe ya no es con lo inefable sino con lo oculto, y ya no se establece a través de la santidad y el lamento, sino de lo diabólico y su característica esencial, el ruido. El hombre moderno crea un símbolo del poder que, a diferencia de lo que suele atribuir a Dios, no sólo se manifiesta sino que no deja de hacerlo en ningún momento, y no sólo no abandona al hombre sino que lo acompaña, impulsa y retribuye. La santidad es reconocimiento de un sentido cósmico; lo diabólico es negación del sentido a través de lo inmediato. Por eso la modernidad puede temer a lo diabólico sin tener que creer en el diablo.
Quien dice “No creo en el diablo pero le tengo miedo” está manifestando su indirecto convencimiento de que “el más grande truco del diablo fue convencer al mundo de que no existe”. Es una manera indirecta, y aún más orgullosa, de decir “No creo en Dios pero le tengo miedo”, porque implica una compleja maniobra: la de que el más grande truco del hombre fue convertir a lo inefable (que puede recibir diversos nombres: Dios, el universo, lo perfecto, lo invisible, lo trascendente) en símbolo del silencio y el abandono, y al diablo en símbolo opuesto (el ruido incesante, la constante compañía) para que este último convenciera al mundo de que sólo el mal existe. En efecto, el decálogo del imperio que rige a la modernidad no cree en el diablo pero lo ama. Qué violenta e impensable inversión, pues, la de quien se atreve a decir, con tan aparente sencillez, “No creo en Dios pero lo amo”.
La filosofía práctica estadounidense cree menos en el bien que en Dios, y menos en el diablo que en el mal. De ahí que tantos evangelistas en la Unión Americana digan que no temen a Dios en el sentido de tenerle pavor sino en aquel que “sugiere” la Biblia, es decir, el temor como respeto y éste como “principio de la sabiduría”. Pero se trata de aquella “sabiduría” que no es otra cosa que el reconocimiento del Mal con mayúscula como fundamento de lo humano. El hecho de no creer se vuelve expresión de la máxima creencia, bien ejemplificada por la aparentemente sencilla frase de aquel personaje de la película: “Creo en Dios pero a lo único que temo es al Mal” (el motor de las sociedades es el miedo; todo lo demás, como creer en Dios, en la patria, en la democracia, etcétera, se aceptan como cuestiones meramente rutinarias). Para esta mentalidad, la creencia y la no-creencia son tan sinónimos entre sí como lo son Dios y el diablo: a lo único que se respeta es al Mal, sabiduría difundida por Hollywood en todos y cada uno de sus productos -aunque más bien debería decirse “infundida”, puesto que es así como el poder se impone: a través del miedo (se teme a lo que permanece callado y oculto en las sombras).
El Creador parece haber rechazado a su criatura, de la que se separó por medio de imponer una distancia por demás deliberada; a modo de correspondencia, y asimismo de venganza, la criatura también pone voluntariamente sus distancias: afirma no creer en la divinidad, aunque agrega con una sonrisa amarga que le teme. ¿Qué está diciendo a nivel simbólico? En un cierto nivel, podría afirmar que teme a los excesos de una invención (Dios como el símbolo manipulado para sustentar las devastaciones religiosas, los imperialismos e inquisiciones apoyadas en el dogma). En otro nivel, podría estar diciendo que su temor le sugiere que sí existe aquello que su creencia niega (o que para fundamentar el miedo basta la mera sospecha de que “en una de esas” sí podría existir lo negado, en la medida misma del énfasis invertido en esa negación). En cualquiera de estos casos, de todos modos la relación que establece con el universo es el miedo. Qué lejos de esto se mantiene la fuente original: la la serena y potente voz de un hombre que fue capaz de desentenderse de esa “sabiduría” según la cual el bien es un insulso y rutinario patiño del Mal, y que colocó la luz amorosa antes de todas esas insulsas oscuridades que forman la “sabiduría cotidiana” fomentada por el poder.

NOTAS
1. Bernard Fernandez: “L’Homme et le voyage, une connaissance éprouvée sous le signe de la rencontre”, en Question, Albin Michel, París, 1999. El autor corrigió el error en sucesivas reimpresiones.
2. Fernando Pessoa: Libro del desasosiego de Bernardo Soares, Seix Barral, Barcelona, 1984; Emecé, Buenos Aires, 2000.
3. Antonio Porchia: Voces reunidas, Pre-Textos, Valencia, 2006.
4. Gabriel García Márquez: El amor en tiempos del cólera, Diana, México, 1985; Sudamericana, Buenos Aires, 1987.



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Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Ana Eckell (Argentina, 1947)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha Revista de Cultura, assim estruturado:

1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)

Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio Simões.

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