segunda-feira, 4 de janeiro de 2016

FLORIANO MARTINS | César Moro en la mesa con sus pares


Durante mucho tiempo estuve buscando este encuentro. Siempre había uno u otro poeta que no podía sentarse a la mesa. Libros que no llegaban de distintos lugares del mundo. Cartas que esperaban respuesta. El tiempo comprometido en viajes, la agenda de impurezas de cada día, las señales simultáneamente tiránicas y amables de la existencia. El hecho es que solamente ahora pudimos reunirnos. Martín Adán (1908-1985) fue el primero en preguntar sobre las razones del encuentro. Hacía mucho que el peruano estaba recogido en su exilio interior. Además, no identificaba a ninguna de aquellas personas allí sentadas. Se acuerda algo de César Moro (1903-1958), ya que ambos fueron colaboradores de José Carlos Mariátegui en las páginas de la revista Amauta, en la Lima de los años 20. A pesar de ciertos vínculos con el ultraísmo rastreados por algunos exégetas en su primer libro, La casa de cartón(1928), Adán jamás se sometió a los avatares de las vanguardias. Al contrario del panameño Rogelio Sinán (1902-1994), sentado junto a él, que recorrió varias tierras, Adán nunca se ausentó de su país natal. El estreno de Sinán, por medio de la publicación de Onda (1929), se dio en Roma, donde residía entonces y de donde saldría camino a México, quedándose allí durante casi diez años. Su llegada a México coincide con el tramo final de la revista Contemporáneos, del grupo homónimo al cual pertenecen dos de los otros poetas presentes en nuestro encuentro: José Gorostiza (1901-1973) y Xavier Villaurrutia (1903-1950). Pero dejemos que Sinán nos hable un poco:

SINÁN El poeta mexicano Enrique González Rojo, que fungía como Secretario de la Embajada de su país en Roma, y que, a su vez, era hijo del gran poeta mexicano Enrique González Martínez, me familiarizó con la poesía mexicana, sobre todo con el famoso grupo de “Los contemporáneos”, que encabezaban Carlos Pellicer, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen y otros, que figuraban en la famosa Antología, de Cuesta, que me obsequió González Rojo. También pude informarme, a través de él, del belicoso movimiento “estridentista” capitaneado por Manuel Maples Arce y German List Arzubide. (1)

Antes de su estadía en Roma, cuando pasó por Chile, conoció a Pablo Neruda (1904-1973); sin embargo, no se sabe si estuvo con Rosamel del Valle (1901-1965) o Humberto Díaz-Casanueva (1907-1992). Estos dos poetas, que se sientan también con nosotros a la mesa, estuvieron siempre unidos por una fuerte amistad, iniciada en 1925, cuando colaboraban en la revista Caballo de Bastos, que entonces dirigía Pablo Neruda. Más tarde, Díaz-Casanueva ayudaría a costear la edición de algunos libros de Rosamel. En cuanto a su libro inicial, El aventurero de Saba (1926), fue publicado a los 19 años. Tiempo después, confesaría que el “adjetivo metaforizado” era lo que le daba alguna afinidad estética con Neruda, y lo mismo valía para su posible identificación con Pablo de Rokha (1894-1968), poeta que continúa enteramente merecedor de una lectura que corresponda al valor inaugural de su obra. En 1928, Díaz-Casanueva estuvo en Uruguay y Argentina, donde conoció, respectivamente, a Juana de Ibarbourou y Jorge Luis Borges. En declaración posterior, dijo que “en aquellos días los escritores argentinos se preocupaban febrilmente por la política”, y que por tal razón “no conversó sobre poesía” (2).  Algo interesante nos dirá acerca de la escritura de su segundo libro, Vigilia por dentro (1929), cuando todavía residía en Montevideo:

DÍAZ-CASANUEVA Me veo en aquel entonces con una mano sosteniendo el aluvión surrealista que se precipitaba sobre mí; y con la otra esgrimiendo El origen de la tragedia de Nietzsche. Su lectura me produjo una profunda impresión y amplió mi visión de la existencia. (3)

Mas, no obstante, hay entre nosotros algunos poetas que no fueron presentados y que empiezan a impacientarse en sus sillas. El argentino Enrique Molina (1910-1997) aprovecha para decir que fue sólo hasta 1983 que conoció a Díaz-Casanueva, cuando estuvieron juntos en Caracas, en un recital de poesía. Dos viajeros notables, aunque Molina fuera más afecto a los mares y los ríos. En uno de sus viajes a Lima conoció a César Moro, de quien acabaría editando Trafalgar Square, en 1954. El peruano, que se vinculara al surrealismo desde 1925, ya para entonces se había apartado del movimiento. Después de una larga residencia en México, entre 1938 y 1948, retorna a su país. Obsérvese que Moro no conoció a Alfredo Gangotena (1904-1944), el ecuatoriano que se sienta allá, más a la derecha, en la esquina. Era un año más joven que el peruano y ambos residieron en París durante un periodo considerable de sus vidas: Moro entre 1925 y 1938, Gangotena entre 1920-1928, regresando en 1936 por más de un año. Entre ellos, un puente invisible que jamás se mostró: pese a la gran amistad de Gangotena con Henri Michaux, que también conocía a Moro. Asimismo, aquí están otros dos poetas que jamás se encontraron: Manuel del Cabral (1907-1998) y José Lezama Lima (1910-1976). Tanto el dominicano como el cubano tuvieron complicadas relaciones son sus países:

CABRAL Veo que hablan de escritores mediocres, que no son nadie fuera de aquí y a mí, que he puesto el nombre del país muy en alto, me ignoran. / Yo nací aquí, pero no estoy muy con el trato que me dispensan, porque para el nombre que tengo ahora mismo en el mundo, que no lo tiene ningún otro poeta, ni político, no me lo reconocen.  (4)

LEZAMA Mi vida ha sido toda un hilo continuo, ha seguido siempre la misma línea. No creo haber hecho nada que pueda traer odio de resentimiento que nadie puede evitar. En mi tierra he sufrido hasta el desgarramiento, he trabajado, he hecho poesía. En los dominios de la expresión y del intelecto he trabajado en una zona donde no hay dualismo, donde los hombres no se separan. No he oficiado nunca en los altares del odio, he creído siempre que Dios, lo bello y el amanecer pueden unir a los hombres. Por eso trabajé en mi patria, por eso hice poesía. (5)

No habiendo salido nunca de Cuba, Lezama raramente estuvo con algún poeta de otro país. Un hecho destacado sería su larga amistad con Juan Ramón Jiménez, iniciada en 1936, cuando el poeta español visitó La Habana. A su vez, Manuel del Cabral residió tanto en Madrid como en Buenos Aires. En su permanencia en Argentina -final de los años 30 y comienzo de los años 40-, escribió y publicó uno de sus libros más importantes: Biografía de un silencio (1940), aunque la crítica lo haya consagrado por Compadre Mon (1943), donde es más nítida la presencia de una búsqueda de la expresión nacional en su poética. Pero ahora me gustaría hablar sobre los demás invitados. De Ecuador se sienta también con nosotros Jorge Carrera Andrade (1902-1978), con ese libro fundamental que escribió: Biografía para uso de los pájaros (1937). A su lado están sentados Luis Cardoza y Aragón (1904-1992), Aldo Pellegrini (1903-1973) y César Moro. Pellegrini es hoy un nombre injustamente olvidado. Urge que se recupere su obra y su pensamiento tan claro y tan lúcido.

PELLEGRINI La creación de una poesía pura no tiene sentido. Si realmente es poesía, siempre es impura, pues arrastra lo vital del hombre. El proceso de cristalización de lo poético al que pretenden llegar los defensores de la poesía pura, para obtener un producto tan acendrado como el más puro cuerpo químico, sólo logra eliminar, junto con las impurezas, a la verdadera poesía. No hay otra explicación para lo poético que la creencia en un estado superior de vida para el hombre, pero no en una vida más allá o más acá de la real, sino en esta vida concreta que vivimos, aquí, con los pies en la tierra. (6)

Seguramente, esta creencia en un estado superior de la existencia se enraíza en la necesidad del hombre de descubrirse a sí mismo, lo que no hará mientras no comprenda -y no simplemente anule- al otro que trae consigo. Es en el diálogo con su doble donde se funda su propia existencia.

MORO El hombre está solo con el mar en medio de los hombres. / Impotencia del deseo. Mientras el hombre no realice su deseo el mundo desaparece como realidad para transformarse en una pesadilla de la cuna al sepulcro. / Acaso ¿no hay un ritmo que no es el nuestro? De pronto mis venas se ramifican, crecen y vivo el latido del mundo. / Soñé que un coche me llevaba hacia la eternidad. Pude despertar mas no quise saber la hora. / Escorpiones vigilan el horrible subsuelo de la eternidad. / Me despierto en medio de la noche y espero la llamada discreta. Pero es el viento y nada más. (7)

Al igual que Pellegrini, el peruano cree en un poder secreto de la poesía, que pueda abarcar todas las formas de disidencia en un mismo núcleo, con la naturalidad de los elementos constitutivos de una única fuerza.

LEZAMA ¿Lo que más admiro en un escritor? Que maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezcan que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea milenario. Que le guste la granada, que nunca ha probado, y que le guste la guayaba que prueba todos los días. Que se acerque a las cosas por apetito y que se aleje por repugnancia. (8)

La grandeza de esas voces, desplegadas en revelador encantamiento a lo largo de este nuestro encuentro imaginario, continuaría en una cadencia tan asombrosa que acabaríamos indagando los motivos por los que esos poetas han encontrado tan mínima repercusión internacional. Hasta en el ámbito del propio idioma, es inquietante observar que no hay un diálogo sistemático entre poetas españoles e hispanoamericanos. ¿Sería oportuno preguntar aquí sobre las razones de ese ojo ciego de España en relación con la América hispánica, por ejemplo?

CARRERA ANDRADE En cuanto al interés reducido que existe en ese país con relación a las letras hispanoamericanas, es un fenómeno de la España franquista. Casi todos los escritores de nuestra América tomaron posición en favor de la República, motivo por el cual no tienen entrada sus obras ahora. (9)

Tal vez estaba acertado Jorge Carrera Andrade al escribir desde París, en 1969, a su amigo Rodrigo Pesántez Rodas, otro bravo poeta ecuatoriano que se encontraba entonces en Madrid, buscando ediciones para poetas de su país. Con todo, me parece que la ausencia de relación crítica de los poetas españoles en lo tocante a la poesía hispanoamericana, se da con respecto a Franco apenas tangencialmente. La no relación, que implica un obstáculo inmenso en la lectura de los valores intrínsecos de esa poesía dentro y fuera de un ámbito geográfico, tiene su raíz principal en la indigestión por parte del conquistador - si cabe hablar de conquista - frente a un hecho incontenible: la explosión imaginética de la poesía hispanoamericana frente a la atrofia estética española, replegada en una circularidad retórica. Hasta los vanguardismos allí propuestos fueron redimensionados en la otra margen del Atlántico. No por el establecimiento de una discordia, sino antes por el simple hecho de la colisión entre dos eras. Lo que se presentaba como último suspiro en un continente, en el otro eran sus más valiosas señales de vitalidad. Tanto es cierto, que hasta el surrealismo -con la pasión ocultista con que lo desentrañara André Breton- amplió su acervo de maravillas gracias a su entrada en el nuevo continente. Basta pensar en cuánto deben al enriquecimiento de su obra las residencias de Breton, Péret, Artaud, Michaux y tantos otros en América.
Si ya sabemos de las acentuadas relaciones entre Moro, Pellegrini y el surrealismo, creo interesante preguntar a nuestros invitados sobre el asunto. Algunos fueron siempre muy retraídos. Manuel del Cabral no gustaba de entrevistas. Martín Adán llevó una vida vertiginosa, en la que el desarreglo era la única regla posible. Cuando en 1960 lo conoció el poeta estadunidense Allen Ginsberg, dijo después en un poema que se había engañado al pensar que él estuviera melancólico (10). Adán propuso con voracidad desquiciadora la relación entre el poeta y su tiempo. Javier Sologuren nos habla de una “escritura de por sí compleja y desconcertante” (11), al comentar la poética de Adán. Tan desconcertante, además, que se inicia proponiendo una confluencia entre verso y prosa, desorientando a los amantes de la clasificación genérica con su La casa de cartón. En sus provocaciones formales se mostró como un notable guardián del lenguaje poético, procurando afirmar lo que Pellegrini llamaría “el verdadero sentido de la destrucción”.

PELLEGRINI El impulso que mueve al hombre hacia la destrucción tiene un sentido y toca al artista revelar ese sentido. Cualquiera que sea la motivación del acto destructivo: el furor, el aburrimiento, la repugnancia por el objeto, la protesta, ese acto debe tener un sentido estético y ese sentido evita que la destrucción -acto procreador- se transforme en aniquilamiento. Destrucción y aniquilamiento desde el punto de vista del artista son términos antagónicos. La destrucción de un objeto no lo aniquila, nos enfrenta con una nueva realidad del objeto, la carga de un sentido que antes no tenía. (12)

De la insumisión de Adán, la contundencia de su identidad: cuerpo y alma inconfundibles de una consistente poética. Claro, La casa de cartón no puede ser vista como una propuesta aislada, pero sí como parte de una ventura que buscaba el canto además del cuento. En la que la narrativa osara despojarse de su hilo retórico, redimensionada a partir de un reconocimiento de sus raíces. Así, tenemos antes el contar rehecho en el cantar en José Antonio Ramos Sucre, en José María Eguren, en Jorge Luis Borges, en el poco recordado Vicente Huidobro de Temblor de cielo (1931), tanto como enseguida en Lezama Lima, en Humberto Díaz-Casanueva, en César Moro.
Pero digo antes y temo que se establezca una confusión. Si invité a los poetas aquí presentes, no lo hice sino basado en una (¿desatinada?) condición: todos nacieron en la primera década del menguante siglo y concentran marcadamente en los años 30 la publicación de los libros que definirían sus poéticas. Esta es la década en que surgen Vigilia por dentro (Humberto Díaz-Casanueva), Biografía para uso de los pájaros (Jorge Carrera Andrade), Muerte de Narciso (José Lezama Lima), El sonámbulo (Luis Cardoza y Aragón), Nostalgia de la muerte (Xavier Villaurrutia), Muerte sin fin (José Gorostiza), Poesía (Rosamel del Valle), Biografía de un silencio (Manuel del Cabral) y Tempestad secreta (Alfredo Gangotena). De esta misma década data la escritura de los poemas de César Moro, que sólo serían recogidos en libro en 1987 (13). Los años 30, en verdad, sugieren una admirable confluencia de voces de dos generaciones, pues allí también se da la publicación de Espantapájaros (Oliverio Girondo), Altazor (Vicente Huidobro), Poemas humanos (César Vallejo), entre otros. Se produce entonces una mezcla, tanto cronológica como estética.

DÍAZ-CASANUEVA Creo que el problema generacional -de cuya importancia no prescindo- nos puede llevar a clasificaciones arbitrarias, a confundir lo coetáneo con lo generacional, y a sobreestimar lo cronológico en el surgimiento o en la terminación de un grupo de poetas en el tiempo o en el espacio. Otros, le dan importancia al factor geográfico: poetas del sur, del norte. Lo peor es que la perspectiva generacional lleva implícita la idea de que existe un progreso en las artes y en la literatura, en línea recta, y que cada generación es una etapa que supera a la anterior, tiene que rebelarse contra ésta y aportar algo fresco, nuevo. (14)

Concluyamos la ambientación en que se ubican los invitados, anotando que aquellos que extrapolan los límites de los años 30 lo hacen por muy poco, por ejemplo: Onda (1929) de Rogelio Sinán; Las cosas y el delirio (1941), de Enrique Molina, y Le chateau de grisou (1943), de César Moro. Más distanciado en términos de publicaciones, se halla el argentino Aldo Pellegrini, que sólo en 1949 se estrenaría con El muro secreto, aunque no debemos olvidar su actividad en los años 30 como principal difusor en su país del ideario surrealista. Además de ellos, otros poetas podrían ser mencionados; por ejemplo, los mexicanos Salvador Novo y Gilberto Owen, el ecuatoriano Hugo Mayo, los colombianos Luis Vidales y Aurelio Arturo, el peruano Carlos Oquendo de Amat, el costarricense Isaac Felipe Azofeifa, los cubanos Eugenio Florit y Emilio Ballagas, el uruguayo Juan Cunha, el chileno Pablo Neruda y el nicaragüense José Coronel Urtecho, todos vinculados de una o de otra forma a aquella estación de la vanguardia.
Dos son los aspectos que saltan a la vista cuando nos encontramos delante de todos esos nombres: no constituyen una generación en cualesquiera que sean los moldes requeridos, al mismo tiempo que nos asusta que sean, si no del todo desconocidos, sólo o al menos ligeramente comentados. Se puede afirmar el paso y mencionar una cierta desatención en la lectura de esos poetas. Desatención descripta  por un torcer la nariz en lo que respecta a la dificultad de situarlos conjuntamente como una generación, un grupo, un concentración estilística, etc. Pero una desatención igualmente propiciada por una cierta fanfarronería de parte de Octavio Paz, al desvirtuar el radio de acción de esa lista de poetas -anulando la presencia de unos, confundiendo la importancia de otros-, de modo de favorecer intereses personales que lo llevarían a establecer un puente entre la vanguardia desatada por Huidobro, Vallejo, etc., y su reconfiguración definitiva a partir de la generación del propio poeta mexicano, aunque no recuerde nunca la real dimensión de ese nuevo ciclo generacional, que incluiría a poetas tan esenciales como el peruano Emilio Adolfo Westphalen (1911), el venezolano Vicente Gerbassi (1913-1992), el chileno Gonzalo Rojas (1917) y el argentino Alberto Girri (1919-1991).
Por medio de libros que alcanzaron gran repercusión -Las peras del olmo (1971), Puertas al campo (1972) y Los hijos del limo (1974)-, Octavio Paz se esmera en presentar, a lo sumo en la índole de una dispersión, lo que antes se desenvolvía -a despecho de su opinión- como la afirmación de un carácter privilegiado de la poesía hispanoamericana: su fructífera insubordinación ante los dictámenes escolásticos, su enriquecimiento a partir de los errores del modernismo, la liberación de todos los preconceptos; en fin, la búsqueda de la fundación de un mapa que se caracterizara por la multiplicidad de huellas que no tenían necesariamente que conducir a un lugar común. Para eso, aun habría que recurrir a las más variadas estrategias, una aventura que no eludiese el riesgo de ser tomada como dispersión, base -insisto- del ardid de Octavio Paz. Me referí también a otras desorientaciones críticas, y aquí cabría mencionar una idea defendida por el argentino Saúl Yurkievich al restringir a siete poetas de distintas promociones generacionales la condición -siempre cuestionable, cuando menos por precipitación catalogadora- de “fundadores de la nueva poesía latinoamericana”, llegando al máximo de excluir de su entendimiento de lo que sea América Latina, a los poetas brasileños (15).
Al embarullamiento de ideas de Yurkievich, se suman duros compendios académicos que tantean en lo oscuro a la búsqueda de una definición en torno al elástico periodo de las vanguardias, olvidándose siempre de que no se podría jamás entenderlo si está subordinado al escenario de articulaciones estéticas de la vanguardia europea. No se trataba de una complicidad, sino primeramente de un desdoblamiento, en muchos casos de una ruptura. Así es que Paz se mantiene intencionalmente ciego al orfeísmo rebosante en Rosamel del Valle, al fulgor romántico redimensionado en Alfredo Gangotena y al corrosivo humor en Martín Adán, valiendo lo mismo para la dimensión onírica y desgarradora en César Moro, el fervor metafísico en Humberto Díaz-Casanueva y la laboriosa tesitura metafórica en Luis Cardoza y Aragón. Al considerar los años 30 como un lapso entre lo que él denomina una “vanguardia académica” y “una vanguardia otra, crítica de sí misma y rebelión solitaria”, Paz recurre a una grosera simplificación que no permite otro entendimiento que el de su voluntaria deformación de un paisaje histórico. No creo que constituya una impertinencia mía agregar a este nuestro encuentro un lúcido abordaje del crítico español Jorge Rodríguez Padrón, al referirse a la defensa de Paz en lo concerniente a su propia generación:

Octavio Paz dice: no invención, exploración en “esa zona donde confluyen lo interior y lo exterior: la zona del lenguaje”. Quienes hacia 1945 regresan a la vanguardia, pero a “una vanguardia silenciosa, secreta, desengañada”, en un salto injustificable, no se hallan movidos -sigue Octavio Paz- por una preocupación estética; para ellos, “el lenguaje era contradictoriamente, un destino y una elección. Algo dado y algo que hacemos. Algo que nos hace.” Bien. Pero los poetas de ese otro período que él elude, no sólo se adelantaron a ese cambio, afirman y despliegan también una actitud estética que no hace abstracción, en modo alguno, de la evidencia del lenguaje como hombre, del lenguaje como mundo. Porque, se no, cómo explicar que el reto, para casi todos, sea la asunción de una prosa que penetra al espacio de la poesía, agitándola con sus ritmos (una prosa que nada cuenta, que prolonga y desarrolla el misterio propio de la poesía) e, en paralelo sentido, el cultivo del poema largo como forma de abordar, desde la configuración temporal del verso, la dimensión de ese espacio inédito: canto, sin duda, pero desplegado como visión, comopoblación espacial. (16)

También se podría añadir la opinión del poeta costarricense Carlos Francisco Monge, lúcido e igualmente objetivo observador de los desarrollos poéticos en América hispánica, al moderarse la presencia del surrealismo en tal ámbito:

La experiencia surrealista fue lo mejor que nos dejaron los movimientos históricos de vanguardia. Sus raíces culturales son tan extensas, y sus fundamentos estético-ideológicos tan vigorosos, que no podía haber sido de otro modo. Pero, además, el surrealismo superó con mucho los años de la moda vanguardista. Por eso, no me parece exacto (y creo que ni justo) hablar de una herencia tardía en la poesía hispanoamericana. Todo lo contrario: constituyó un verdadero caldo nutricio que transformó y renovó el panorama poético, desde la década misma de 1930; basta releer las Residencias de Neruda, o a Lezama Lima, la poesía de los mexicanos Gorostiza o Villaurrutia, las novelas de Asturias o Carpentier. (17)

Si recurro a estas dos declaraciones, lo hago por lo que concentran en sí en términos de características esenciales de esa poesía que aquí nos interesa desentrañar; o sea, su opción -acentuada, aunque no única- por la prosa poética, el redimensionamiento del epos; y el diálogo enriquecedor con el surrealismo, identificación y no sumisión, enlace donde es imprescindible mantener la identidad. Ahí se verifica lo que Lezama Lima sitúa como la creación de “una nueva causalidad de la resurrección”. (18)  Y justamente en función de eso es que Rodríguez Padrón destaca todavía la relación con la muerte, aquí entendida dentro de un concepto defendido por el filósofo Eugenio Trías; es decir, como “la gran prueba de la ética fronteriza”. (19)  Esa relación fronteriza, como destaca Rodríguez Padrón, la encontramos en Xavier Villaurrutia (Nostalgia de la muerte) y en Lezama Lima (Muerte de Narciso), aunque la seguimos encontrando también en autores menos difundidos; por ejemplo, el ecuatoriano Alfredo Gangotena y el chileno Rosamel del Valle. En ambos impera una desbordante lírica órfica, con osado acento trágico en Gangotena. Pasión desmedida por la ruptura; sin embargo, nunca desaparecida de su fe en la revelación de un cuerpo otro, una forma otra rehecha y vibrante. “Las puertas devoradoras” que Orfeo busca cruzar en su viaje por las tinieblas (“el descenso por vertientes de fuego”), (20) definen la metáfora asombrosa e inquietante de Rosamel del Valle. El espíritu torrencial fermenta asimismo en las imágenes de la poesía de Gangotena:

Mi canto se unifica en la abrupta de las piedras que miden el abismo; canto de una luminosa madrugada a los bordes pomposos del ramaje …
[…]
Toda mi gracia reside en el adiós. (21)

Obra densa, en ambos casos, con su aturdidora fluidez metafórica. Si hay una “fértil alegoría esencial del onirismo” (22) en Rosamel, en Gangotena se verifica la expresión radical de un tormento interior. Tal vez provenga de ahí el epíteto de “enigmática” dado a la poesía del ecuatoriano. Importa, no obstante, no apartarse de una razón: en la obra de los dos radica el mismo sentido de ruptura que seguimos rastreando.
En 1924, Luis Cardoza y Aragón publica en París Luna Park, libro escrito en Berlín en la misma época. Aunque la crítica lo sitúe con excesiva comodidad en un cosmopolitismo que identificaba a muchos autores europeos en aquel escenario de entre guerras, no veo en esta poesía señales de deslumbramiento frente al fulgor tecnológico o aun de derrota de la humanidad delante del conflicto bélico. El poema está acompañado por un hilo de vida, una defensa crítica de las posibilidades reales del hombre, una fe incorruptible en la existencia humana. La “desconstrucción irónica” (23)  a que se refiere Rodríguez Padrón acerca de La casa de cartón, de Adán, también se aplica al siguiente libro de Cardoza y Aragón, Mäelstrom (1926), en el que pone a bailar prosa y verso en un ritual de mutua masticación. Postura crítica en relación con una limitación genérica. Expansión, no de espectáculo de la creación, pero sí de sus posibilidades de desentrañar la esencia poética de cada situación. Busca no exactamente anular o acentuar los contrastes; por el contrario, afirmar un posible diálogo entre fuerzas complementarias. Relación intrínseca entre vida y muerte, como en El sonámbulo.     

¡ Oh! Frío, lúcido fuego, llama de agua,
flamígero insomnio de la vida,
integras tú conmigo un dos impar
en esa sed de muerte tan continua. (24)
O aun en una imagen más adelante: “la noche diurna, cerrada y sin tinieblas”.

O todavía: “por la muerte voy, voy perteneciéndome” (25).  No la noción usual de la figura del conquistador, al contrario, una idea de la conquista basada en el diálogo. No se trata de cortar el nudo gordiano, pero sí de desatarlo. He aquí el punto clave en la desvirtuada o incomprendida lectura de la poesía hispanoamericana: supo desatar el nudo. Riesgo innombrable, necesario. Allá atrás hay fundamentos ingeniosos, tanto en la creación depersonae en el colombiano León de Greiff (1895-1976), cuanto en la anulación del verso en la poética del venezolano José Antonio Ramos Sucre (1890-1930). Bajo este aspecto me parecen más fundadores de la modernidad que los argumentos resbalosos de Saúl Yurkievich en relación con Neruda o Girondo. 
El chileno siempre fue un cazador de modas literarias, mientras que el argentino radicalizó su aventura con el lenguaje ya muy posteriormente a otras incidencias poéticas. Si no lo vuelve menor, tampoco lo ubica en condición fundacional. Era tan consciente de la importancia de una actividad publicitaria en cuanto a León de Greiff, con la diferencia de que Buenos Aires disponía de un canal de comunicación con el mundo, mientras que Bogotá mal dialogaba consigo misma. La indefectible acción de los polos culturales sobre la importancia estética de una obra literaria es siempre un generador de traumas, de pesadillas históricas.   
Otro libro visto como inaugural en la vanguardia de su país es Onda, del panameño Rogelio Sinán. El poeta hablaba allí de un “sueño no apercibido / pero siempre constante / como el mar, como el río…” Se trataba del tránsito entre la sumisión a lo meramente casual y la conciencia exigida por un rumbo a desentrañar. Sinán no es tan claro en su metáfora como Cardoza y Aragón, aunque nos permite comprender la sustancia de su perplejidad frente a la vida. No dejan de ser profundamente irónicos los versos con que inicia su poema “Transparencia del hombre”: “Porque olvido mis sueños y mi sombra / soy un hombre desnudo, transparente.” (26) La abstracción carece de asombro, de un magma congestionado que irradie imágenes turbias que deberán ser definidas a partir de un estremecimiento de fuerzas. El automatismo psíquico defendido por Breton posee un vínculo indisoluble con ese vislumbre de lo insólito que deberá propiciar un conocimiento más amplio de las fuerzas dispares y complementarias que rigen la existencia. Abordarlo como interruptor de lo caótico o de lo hermético es, por lo menos, irresponsable. Basta pensar en la voracidad de imágenes reveladoras que encontramos en la poesía de César Moro. No hay allí propiamente caos o hermetismo, a menos como entendidos en una limitación terminológica. Sus “serpientes de reloj” nunca pierden contacto con el “retrato de mi madre”; confluyen antes -“vestigios de alta arqueología”- en el camino de “un equilibrio pasajero de dos trenes que chocan” (27).  Un descarrilamiento de conceptos, un choque entre dos mundos. No un desafío, por el contrario: la sutil carpintería de una mesa que permitiese el diálogo. La expresión del contraste está en el origen del asombro, el vértigo; o sea, es la raíz del desarrollo de cualquier actividad humana. Claro que no se trata de una ascendencia dionisiaca sobre un circunscrito reinado de Apolo. Díaz-Casanueva ya se refirió a una acción ofuscadora de los “poderes dionisiacos”. No hay cómo oscurecer la explosión de las fuerzas conjuntivas y disyuntivas que rigen la poesía. En el chileno hallamos la misma corriente obsesión: la poesía en debate con el poema. La margen derecha del verso empieza a perder terreno, superada por un caudal voluptuoso, una “vigilia por dentro” que busca ubicar su “realidad” entre dos mundos. Países violentos: prosa y verso. Cultivan sombras sin cuerpo, espejos ciegos. El acento metafísico siempre se mueve en el camino de un brillo conquistado a partir de las disimilitudes aparentes de la vida. Es lo que su poesía nos revela.
Avanzar de una margen a otra del curso de la existencia, revelando sus arraigadas confluencias, fue también norma existencial en la poesía de los argentinos Aldo Pellegrini y Enrique Molina, naturalmente que con las peculiaridades que dan sentido a una obra poética. Guillermo Sucre llama la atención sobre el hecho de que “el viaje de Molina es exilio y rebelión simultánea” (28).  Se acrecienta aquí el testimonio de Pellegrini:

PELLEGRINI La poesía es una mística de la realidad. El poeta busca en la palabra no un modo de expresarse sino un modo de participar en la realidad misma. Recurre a la palabra, pero busca en ella su valor originario, la magia del momento de la creación del verbo, momento en que no era un signo, sino parte de la realidad misma. El poeta mediante el verbo no expresa la realidad, sino que participa de ella. (29)

Aunque la poesía moderna haya puesto en escena la discusión sobre sí misma -en algunos momentos sin ir más allá de una admiradora trastornada por sus propios actos verbales-, el hombre sigue siendo su gran tema, por el simple hecho de que la “relojería intelectual” (30) seduce apenas al vanidoso ego, no permitiendo el despliegue de las innumerables posibilidades de expresión y participación del potens poético en nuestra vida. La arquitectura verbal es exigencia mínima de toda gran poesía. Molina y Pellegrini defendieron eso durante su vida entera. La misma idea encontramos en César Moro, aunque tomemos en cuenta los juegos lingüísticos que lo sedujeran en sus últimos poemas. Desde los textos iniciales, Moro invocó la presencia del amor, encarnando su “sombra cantante”, el “parpadeante esplendor”, así como las imágenes sangrientas, extasiadas, de su celebración y caída. La voracidad de sus abordajes ocasiona, según Emilio Adolfo Westphalen, la sospecha de “que para Moro lo ideal sería que los amantes se devorasen mutuamente” (31).  El conflicto amoroso es -no hay cómo soslayar que toda relación humana es conflictiva de raíz, independiente de aquello en que se convierta-, por lo tanto, el aspecto central de la poesía de César Moro. Y lo trataba con notable vehemencia, con un fervor que no disfrazaba siquiera la exageración. Estremecimiento surrealista alcanzado en sus vivencias de París, aunque no un surrealismo canónico con el que se sintió identificado inicialmente. Potencia surrealista latente en su propio ser, desatada en París, confirmada en su regreso al Nuevo Mundo (México y Perú), retorno a los orígenes. Surrealismo esencial que encontramos también en la poesía de Xavier Villaurrutia o de José Gorostiza, al igual que en Manuel del Cabral o en Jorge Carrera Andrade. De la irreductible y desbordante melancolía en Villaurrutia a los temblores metafísicos de Cabral -donde se entrevé una severa ironía-, o del lirismo arrebatador en Carrera Andrade a la investigación luminosa de los gemidos del lenguaje poético  en Gorostiza: una múltiple huella afirmada en la diferencia. Entrelazamiento de experiencias, trazos perceptibles de confluencia - ya anotados aquí -, algunos raros encuentros para una charla feliz en torno a la poesía. A contramano, en las relaciones extraviadas entre una margen y otra del Atlántico, el vicio académico de clasificación de la historia, la charlatanería de Octavio Paz: mezcla de redundante provincianismo y ausencia de visión crítica en la apreciación de aspectos más ligados a la vida -sea el homosexualismo o la filiación surrealista- que a su propia obra, entre otros aspectos menores.
La condición que ahora se presenta ante una lectura crítica de la obra de César Moro, permite finalmente que no se deje escapar lo imprescindible: traer a la mesa los mapas secretos de la aventura poética de la América hispana en los años 30. Que el azar nos haya traído a esta mesa imaginaria justamente a partir de Moro, no es sino una señal de su inconfundible pasión por la verdad. Intencionalmente, traté menos de él que de sus coetáneos, y lo hice por evidentes necesidades. En un momento cercano, cuando se ensanche el filamento de luz aquí lanzado, ciertamente se percibirá que la importancia de esa poesía no se limita a un rastrillo de la vanguardia; así como se comprenderá que en su aparente dispersión se ocultaba la carta fundacional de una aventura límite en la poesía hispanoamericana, basada en un principio de diferencia que encontraba en el mestizaje - se encuentra todavía, aunque bastante disimulado - su raíz sagrada: magma hirviente y selva vertiginosa que buscan puntos de convergencia sin erradicar la pasión por su contradicción igualmente reveladora.




NOTAS
1. Sinán, Rogelio. Conferencia pronunciada el 16 de julio de 1969, con ocasión de las conmemoraciones, en Panamá, de la publicación de su primer libro, Onda (1929). El texto sufrió posteriormente una adaptación para su inclusión en la edición especial de la revista Maga # 5-6 (Panamá, junio de 1985), dedicada por completo al poeta panameño.
2. Díaz-Casanueva, Humberto. Manuscrito recogido por Ana María del Re, forma parte de la edición de su Obra poética, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1988.
3. Díaz-Casanueva, Humberto. Conferencia pronunciada el 24 de enero de 1985, en el Ateneo de Madrid.
4. Caminero, Alberto. “Manuel del Cabral dice que morirá con pesar de ser ignorado en su patria”, El Nacional, Santo Domingo, 02/08/94.
5. Lezama Lima, José. Carta a su hermana Elisa, fechada en febrero de 1962.
6. Pellegrini, Aldo. Conferencia pronunciada el 18 de mayo de 1952 en el Institut Français d'Etudes Supérieures; incluida posteriormente en Para contribuir a la confusión general, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1987.
7. Moro, César. Fragmento fechado en “Enero 1953”, de Alfabeto de las actitudes.
8. Lezama Lima, José. Fragmento de la introducción a su Esferaimagen, Tusquets Editor, Barcelona, 1970.
9. Carrera Andrade, Jorge. Carta a Rodrigo Pesántez Rodas, fechada el 28 de junio de 1969. Documento cedido por el destinatario.
10. Ginsberg le dedicó un poema en su Reality Sandwiches, City Lights Books, San Francisco, 1963.
11. Sologuren, Javier. “Martín Adán. La primacía de un signo”, La imagen, Lima, 09/01/77.
12. Pellegrini, Aldo. Catálogo de una exposición de Arte destructiva, realizada en la Galería Lirolay, Buenos Aires, noviembre de 1961. Post. op. cit..
13. Moro, César. Ces poémes… Ediciones La Misma, Libros Maina, Madrid, 1987.
14. Espinoza, Blanca. “Un riesgo, una fuerza, un sueño decisivo”, entrevista a Humberto Díaz-Casanueva, Lar # 8-9, Concepción, mayo de 1986.
15. Yurkievich, Saúl. Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, Editorial Ariel, Barcelona, 1984. El epíteto fundador se aplica a los poetas elegidos -Vallejo, Huidobro, Borges, Girondo, Neruda, Paz, Lezama Lima- por tratarse, según el autor, de “centros radiantes”.
16. Rodríguez Padrón, Jorge. Fragmento de “Octavio Paz: lectura de la poesía hispanoamericana de los años treinta”, versión actualizada de la conferencia pronunciada en Sevilla en abril de 1999. Documento inédito, cedido por el autor.
17. Monge, Carlos Francisco. “Diálogo sobre algunas huellas esenciales”, entrevista concedida a Floriano Martins, mayo de 1999. Texto inédito.
18. Bianchi Ross, Ciro. Entrevista a José Lezama Lima, revista Quimera, s/f.
19. Rodríguez Padrón, Jorge,. Op.. cit..
20. Pasajes del poema-libro Orfeo (1944).
21. Pasaje del poema “A la sombra de las secoyas”, del libro Tempestad secreta.
22. Orellana Espinoza, Manuel. “Presencia de Rosamel del Valle”, La época # 214, Santiago, 17/05/92.
23. Rodríguez Padrón, Jorge. Op. cit.
24. Pasaje del poema-libro El sonámbulo (1937), dedicado a Xavier Villaurrutia.
25. Pasajes del poema “Nocturno del sonámbulo”, de Venus y tumba (1940).
26. Poema incluido en Saloma sin salomar (1969).
27. Pasajes del poema “Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas”, de La tortuga ecuestre 1955).
28. Sucre, Guillermo. La máscara, la transparencia, Monte Avila, Caracas, 1975.
29. Pellegrini, Aldo. “Se llama poesía todo aquello que cierra la puerta a los imbéciles”, Poesía=Poesía # 9, Buenos Aires, agosto de 1961, post. op. cit.
30. “Personalmente, pese a Poe, no me seduce la imagen del poeta en su taller de relojería intelectual. El azar también toma parte en el poema.” Fragmento de la entrevista de Oscar Hermes Villordo a Enrique Molina, La Nación, Buenos Aires, 1980.
31. Westphalen, Emilio Adolfo. “Digresión sobre surrealismo y sobre César Moro entre los surrealistas”, conferencia pronunciada el 5 de julio de 1990 en la Pontificia Universidad Católica del Perú.








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