quinta-feira, 15 de outubro de 2015

SUSANA WALD | El milagro de la existencia


1. Brujas

Me entero, leyendo un libro sobre la historia de las mujeres que en la Grecia antigua se separaba minuciosamente a las mujeres de los varones y no se les permitía participar en cosas de gobierno ni en trabajos que no fueran —como me tocó oírlos nombrar tres mil años más tarde, en mi adolescencia en Buenos Aires—, "labores del sexo".
Asocio esto con la situación de las mujeres viejas consideradas como brujas. Ésta difiere de la situación de las mujeres en la cultura griega. Se cuenta que los varones de la Grecia antigua acudían a las mujeres en muchas áreas de la vida religiosa, áreas que no cubría su apego al "logos" y en los que se sentían sin embargo afectados. Lo misterioso, lo inexplicable, lo que no abarcaba el escrutinio de la razón, era asunto de mujeres.
Los griegos no quemaban, que yo sepa, a sus mujeres, fueran jóvenes o viejas. Sólo en tiempos más recientes se consideraba temible la actividad femenina en las áreas tenebrosas de la mente humana. Es el temor lo que producía la agresividad contra las mujeres hasta el punto de someterlas a torturas antes de llevarlas a la hoguera. Ese temor persiste, y la violencia contra las mujeres continúa, ahora en forma de palizas, torturas y asesinatos que dejaron de ser tan manifiestos y se llevan a cabo más en privado.

2. Animistas

Era muy joven cuando oí por primera vez mención de culturas animistas. Me explicaron que se trataba de comunidades de personas en el África que creían que todo estaba animado, es decir, que, al igual que los seres humanos, todo tenía alma, incluyendo piedras, pastos, animales e insectos. Como me explicaban que los que esto creían eran salvajes y me indicaban que yo y mis maestros no lo éramos, esta información quedó mucho tiempo guardada en un cajón de fondo de mi memoria.
Ahora, con mayor información, reconozco que eso de “salvajes” es algo ficticio, un insulto incluso, que profieren quienes muy erradamente suponen ser más elevados o más sabios que otros seres humanos. En alguna medida todos somos salvajes, fuera que eso existe, y todos podemos aspirar a alguna medida de sabiduría, al tiempo que eso no nos hará superiores a los demás.
En cuanto al animismo, vale la pena reconsiderar nuestros juicios peyorativos y veremos que en las comunidades africanas en que se practica, guardan los humanos intuiciones y conocimientos muy profundos.
Estamos aprendiendo que los componentes del universo, desde lo galáctico hasta lo microscópico están hechos de un número conocido y aprehensible de elementos. Lo que es más, estamos aprendiendo que los seres vivos estamos constituidos de los mismos componentes, es decir de combinaciones de elementos idénticos. Estamos aprendiendo que los componentes de seres vivos tales como bacterias, pastos, animales y seres humanos son los mismos. Nos enteramos de que los árboles y nosotros compartimos características en nuestros genes.
Cierto es que los árboles viven destinos distintos a los nuestros, estando, como están, por ejemplo, amarrados a vivir en un solo lugar de tierra, mientras nosotros podemos movernos. (Y a veces pienso, adónde irían corriendo los árboles si pudieran hacerlo, cuando se enteran de nuestras intenciones de tumbarlos…)
Sí estamos hechos de elementos distintos, sustancias para las cuales ahora tenemos nombres científicos y que quizás son lo que los animistas llaman alma. Habiendo plantado muchos árboles noto incluso que cada uno tiene algún destino especial, distinto de otros que fueron plantados en el mismo tiempo y en espacios muy cercanos unos a otros. Observamos incluso que hay plantas que cuando sus dueños originales se mueren, también perecen, aunque haya otras personas tratando de cuidarlas. También se ha notado que las plantas gozan de ciertas músicas y prosperan mejor en ambientes donde pueden sentirlas. Noto también que mis dos perros tienen personalidades completamente diferentes. Ambos tienen sed de afecto, pero lo expresan de modo distinto, incluso producen ruidos diferentes. Uno de ellos abre la boca y produce sonidos como los seres humanos, es decir nos imita. ¡Falta que hable no más…!
Los animales que nos rodean viven, es decir están animados. Las plantas viven, están animadas. Incluso las piedras que dábamos por muertas, inertes, resulta que van cambiando con el paso de los milenios. Reaccionan a los elementos, se recombinan, forman cristales. De alguna manera están animadas.
La cultura de esos animistas de los que me hablaron cuando era joven, ¿en qué se diferenciaban de ésta en la que he vivido hasta ahora? En algo muy esencial.
Nuestra cultura es antropocéntrica. Antropos es palabra griega para hombre. Nuestra cultura todavía languidece bajo la plétora de ideas que hemos estado repitiendo y alimentando que profesa que el hombre es el centro de todo. Es dueño de todo. Es el que tiene poder sobre la Naturaleza. Esta noción está tan caduca como la que se guardaba y protegía a ultranza al decir que la Tierra era el centro del Universo. (Hace poco quien dijera que no era así, iba a la hoguera.)
En medio de la ruina y la decadencia de nuestra cultura van surgiendo ideas nuevas. Y creo que en ellas amanece poco a poco nuestra salvación. Somos pedazos y partes de un todo mucho mayor que nosotros. No somos superiores a las piedras ni a los gusanos, ni a los pastos. Compartimos los mismos elementos, nuestra vida está hecha de las mismas sustancias, nuestro destino está inexorablemente amarrado al de todos los seres. Todos los componentes de nuestro planeta Tierra y ésta misma están conectadas, amarradas a la existencia del mismísimo Universo. Algo conecta todo, algo que todavía no logramos nombrar, pero que ya percibimos nubosamente. Hay algo que es santo, sagrado, uno, que todo lo une, algo en que vivimos y en que se desarrolla nuestro destino. No importa qué nombre se le dé, este algo lo penetra y lo domina todo. No es orden. Sabemos que vivimos en el caos. Es un impulso, un vigor, una fuerza que hace que todo sea especial, que hace que haya alma en las piedras, en el pasto, en los animales y en nosotros mismos. Tienen razón los animistas.

3. Magia y energía

En su libro La Rama Dorada James George Frazer considera superstición a la práctica de la magia y al pensamiento que rodea todo lo que denominamos mágico. Con visión décimonónica a la superstición la considera a su vez cosa de salvajes, de primitivos, a quienes percibe como inferiores. Las supersticiones y simbolismos de los occidentales los considera menos bárbaros, pero le parecen carecer de visión científica que él asume como propia y también preferible.
A un siglo del texto de Frazer, la interconexión entre realidades percibidas queda demostrada por la misma ciencia que él veía como salvaguardia contra la falacia de las supersticiones y (para él) falsas conexiones entre ideas en que la humanidad toda ha basado sus ritos y sus religiones durante un periodo larguísimo.
Las ideas interconectadas se consideraban sagradas en las religiones antiguas, razón por la que hicieron de ellas asunto de ritos. Estas interconexiones son similares a las ideas que estamos comenzando a percibir en lo que la ciencia nos va diciendo sobre la materia.
Parece que la materia es la misma, en proporciones variables, pero de esencia constante, en todo el universo, en lo micro y microcósmico. Parece también que en lo microcósmico, según vemos en la genética y el estudio de los genomas, hay conexiones entre todos los entes animados y además los elementos de los que éstos están constituidos son los mismos que los que se observan en el plano macrocósmico.
Por la ciencia vemos que elementos como helio, hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno y otros se forman y se transforman en sus variaciones atómicas bajo las presiones de la energía y de las condiciones cósmicas, y vemos que parecen todos participar de formas que en el último análisis son universales y están conectadas.
Con afirmaciones de este tipo nos acercamos a conceptos de los cuales la magia es tan sólo precedente, presentimiento e intuición. La magia encierra sentimientos expresados en los niveles a los que el pensamiento de cada época anterior tenía acceso.
Y si contemplamos la unidad, la interconexión de todas las cosas que se nos están revelando, no podemos sino quedar tan perplejos y sobrecogidos como lo estaban los que antes manifestaban sus sentimientos con las prácticas mágicas.
Porque si todo está interconectado, si estamos formados por los mismos elementos materiales que los cometas, si somos genéticamente parientes de pastos, venados, conejos, serpientes y bacterias, ¿acaso no es tiempo de que cambiemos nuestra conducta y aprendamos nuevos modos de contemplar todo? ¿Será que vivimos en un vacío cultural y espiritual solamente porque estamos ciegos a la clara manifestaci6n de la sacralidad? ¿Será que nuestro problema está en que nos sentimos separados de la unicidad, de la interconexión evidente de todo? ¿Será que esta separación estúpida es una costumbre, una parálisis a la que nos condiciona un pensamiento caduco? ¿Será que esta es la hora en que comienza una era en la cual debemos repensar todo?

Creo que la necesaria deconstrucción que fue un proceso de varias centurias en las que se examinaron los pensamientos ahora vacuos será remplazada por la elaboración de nuevas síntesis y que éstas vendrán de nuestros conocimientos aprendidos de los descubrimientos de la interconexión de la materia, interconexión que da la energía, misteriosa y universal y que es producida por ella.
Siento, como lo esbozo más arriba, que pensar en esta energía que todo lo conecta es posiblemente lo que más nos acerca a la idea de la magia, a la idea que es el fondo de todo sentir religioso, de todo ritual, lo que más nos acerca a lo trascendente.

4. La materia

Las palabras “materia” y “madre” vienen de la misma raíz. Anteriormente hablé de la necesidad de volver a evaluar la idea de lo femenino creando una paráfrasis, una frase imitando a otra que ya conocemos. La frase conocida es “Padre nuestro que estás en los cielos”. La frase creada a partir de ésta es “Madre nuestra que estás en la tierra”. Padre y madre van unidos para formar una unión de la que parte la vida. El padre que está en el cielo es venerable y venerado y la madre que está en la tierra debe ser venerada de igual manera para que de la unión de los dos surja la vida nueva.
Durante siglos hemos buscado la trascendencia a través del manejo de ideas unidas a la imagen del padre celestial. Es ahora tiempo de buscar la trascendencia a través del manejo de la materia, la madre terrenal, recordando que en ella está toda la energía que mantiene la vida. Si consideramos que la materia es venerable, la vamos a considerar como algo que se tiene que manejar con enorme cuidado. Dejamos de despreciarla. Dejamos de derrocharla. Dejamos de malgastarla. Hay ejemplos de esto.
Entre las materias, los elementos que necesitamos para nuestras vidas, para el funcionamiento de nuestro mundo, están las que nos dan energía. Hablemos del petróleo. El uso del petróleo se puede considerar trascendente si en su empleo pensamos en su origen. Nos viene de la tierra, nos viene de vidas pasadas mucho antes de la nuestra. Nos viene de materia orgánica, igual que nosotros. Si nosotros valemos, si tenemos significado, así también lo tiene el petróleo. Si usamos por ejemplo la gasolina pensando en que es parte de nuestra madre que está en la tierra, es parte de lo santo y sagrado, lo haremos con cuidado. Gastaremos lo mínimo. Usaremos sólo lo imprescindible. Emplearemos la gasolina como el boliviano que recuerda que su chicha procede de la tierra y derrama unas gotas al suelo para ofrecer algo de su deleite a la Pachamama. Si usamos la gasolina pensando en que es parte del cuerpo de la tierra que es sagrada y venerable, dejaremos de andar en autos diseñados para transportar tres cuartos de tonelada de carga en terrenos inaccesibles, cuando de hecho sólo vamos a comprar algunos kilos de víveres a una tienda que está en alguna calle pavimentada. Derrochar la gasolina de esa forma es un ultraje a la tierra que es sagrada. Todos tenemos algo de culpa en esto. Malgastar la energía es ultrajar lo femenino que nos mantiene y alimenta.
Manifestamos también nuestra veneración de la tierra cuando manejamos sus frutos, los alimentos, de manera trascendente. Necesitamos comer, cierto. Pero sólo necesitamos comer lo que es imprescindible para nuestra vida diaria. Ni poco, ni mucho. Lo justo. No se trata de privarse. Pero servirse más comida de lo que se puede comer y dejar sobras en el plato, es violar el cuerpo de la tierra, es malgastar y despreciar sus frutos.
Manifestamos nuestra veneración de la tierra cuando usamos nuestra ropa en forma responsable. Necesitamos ropa, cierto. Que sea buena y bella, mejor. Pero es necedad y falta de trascendencia tener más de lo necesario.
Ya ven hacia dónde voy.
Es necesaria la materia. Es imprescindible. Es irrenunciable para mantener la vida. Pero su uso puede ser asunto de crecimiento, de creatividad, de verdadera humanidad trascendente.
Se trata de unir al padre celestial, cuya veneración es cosa del espíritu, a la madre terrena, cuya veneración es cosa del cuerpo. El cuerpo es materia santa, la tierra es materia santa, los seres humanos sabemos sobradamente, hace milenios, que manejar la materia, el cuerpo, en forma espiritual y trascendente nos eleva, nos da vida. Si amamos la vida, amamos forzosamente la tierra que nos la da, el cuerpo que es el modo de transmisión de la vida terrenal.
Hay quienes proponen que elevarse hacia lo espiritual se logra a través de la negación del cuerpo y de la materia. Pienso que están errados. El acercamiento hacia todo lo material de modo venerante es elevador. Sentir que compartimos una misma madre con pájaros, animales, aves, pastos, flores, árboles nos acerca a una idea de trascendencia. Si tenemos la misma madre que un árbol, tendremos, como lo hacen algunos, que pedirle perdón por derribarlo. Si entendemos que nuestro mueble procede del árbol que es hermano nuestro, los trataremos con cuidado, veneraremos al árbol del que fue hecho. Si comemos la carne de un ave con consideración y amor hacia su vida que es hermana de la nuestra propia, el mismo comer se convierte en un acto trascendente.
Somos hijos de la misma materia que la Luna y el Sol, la misma materia que las piedras bajo nuestros pies. Somos hijos de la misma materia que el petróleo que extraemos de la tierra. Somos hermanos de la gasolina, de la bencina. A ver cómo la cuidamos.

5. El Gran Cambio [1]

La fuerza que anima el Universo ha creado muchas formas de existencia. Una de ellas es el planeta Tierra en que vivimos. En la Tierra esta misma fuerza ha creado muchas formas de vida. A la fuerza que anima estas formas y a sus criaturas la llamamos Naturaleza.
La Naturaleza no piensa, reacciona. La materia, que es una manifestación de la Naturaleza, reacciona. El agua cuando hace frío, se congela; cuando hace algo de calor corre líquida; cuando hace mucho calor se evapora. Reacciona a la temperatura que es la manifestación de la fuerza que la anima.
La fuerza de la Naturaleza que ha creado muchas formas de vida en infinitos experimentos y evoluciones, ha creado una que le ha salido distinta. Esa forma de vida somos nosotros los humanos. Somos parte integral de la Naturaleza, producto integral de su sistema operativo que es evolutivo y reactivo. Y somos los únicos seres en este planeta Tierra que en los eternos intentos de la Naturaleza hemos resultado distintos. Otros animales piensan, y reaccionan, como lo observamos, por ejemplo, en los chimpancés. Pero hay un asunto en que los seres humanos nos hemos separado de su tipo de pensamiento: nos hemos hecho conscientes de la muerte de los que componen nuestra especie. Nos ha conmovido la muerte de tal manera que hemos reaccionado a ella concibiendo ceremonias y cultos. Concebimos una posibilidad de magia. Concebimos religiones. Logramos usar nuestras mentes para que sean no tan sólo reactivos. Logramos desarrollar ideas. Logramos desarrollar artes. Logramos desarrollar ciencias. Logramos desarrollar elementos de pensamiento con los que intentamos entender. Este intento de entender, esta habilidad de llegar más allá de la reacción, a problemas para ubicar soluciones, es lo único que nos distingue del resto del gran movimiento creativo y es quizás la razón de nuestro existir.
En esto de entender estamos apenas, a duras penas, asomando a algunos elementos de conocimiento. Hasta hace muy poco, ignorábamos gran parte de las cosas que nos ha revelado la actividad que hemos emprendido muy recientemente: la ciencia. La ciencia nos ha hecho entender lo que experimentábamos antes ciegamente. Hemos llegado a entender que estamos en un planeta. Hemos llegado a crear elementos que nos han permitido ver este planeta desde el espacio. Y hemos llegado al inicio de la comprensión de cómo este planeta vive, cómo se ha formado, cómo se ha desarrollado, cómo reacciona.
Entendemos incluso que cualquiera actividad de cualquier elemento del universo influye en alguna medida, aunque diminuta, sobre cada uno de sus componentes. Estas influencias pueden ser fuertísimas o muy sutiles. Sabemos que la actividad de la estrella que es nuestro sol y fuente de la energía que alimenta la vida en nuestro planeta tiene una fuerte influencia sobre lo que aquí sucede. Sabemos también que una fuerza tan sutil como un pensamiento puede causar cambios en los seres, a enormes distancias. Un simio en una isla rodeada de miles de kilómetros de océano logra entender una manera diferente de romper un coco y repentinamente otro simio en otra isla remotísima, sin hacer los miles de esfuerzos del primero, logra hacer lo mismo. El pensamiento también viaja, la energía que contiene también es activa.
Entendemos ahora los seres humanos que nuestra manera de vivir en el planeta Tierra influye sobre el modo en que reacciona la Naturaleza que la anima. Entendemos que somos parte de esa Naturaleza. Viene ahora el tiempo del Gran Cambio. El Gran Cambio sucede en eso que llamamos el interior de los seres humanos. El Gran Cambio es que los seres humanos logremos entender, individualmente, que cualquiera actividad nuestra, incluso nuestro pensamiento (las religiones nos lo advierten hace milenios: “pensamiento, palabra y obra”) influye sobre lo que le sucede a nuestro planeta Tierra. Cada ser humano puede hacer en sí un Gran Cambio. Ese cambio es entender que cualquiera cosa que hacemos, cualquiera manera en que manejamos lo que nos es dado, influye en todo lo que existe cerca y lejos de nosotros. Si bebemos un vaso de agua de la jarra disminuimos el volumen del agua en ella y aumentamos su volumen en nuestros cuerpos. Nuestros cuerpos devuelven el agua que no necesitan y así cumplen un ciclo vital del uso del agua. Sabemos sin embargo que esa agua tiene que venir de alguna parte hasta nuestra jarra. Cuando encendemos una luz eléctrica, usamos energía. Esa energía procede de alguna parte. Para poder tener agua, la tenemos que sacar de alguna parte. Para producir la energía con que tenemos luz, la tenemos que sacar de alguna parte. Resulta que hasta hace poco teníamos la sensación de que podíamos sacar todo el agua que quisiéramos de las fuentes que encontramos en el planeta. Y suponíamos que podíamos sacar de su fuente toda la energía que quisiéramos para tener luz. Ahora sabemos que no es así. El agua se acaba. La fuente de energía cambia, se acaba. Y cada uno de nosotros, individualmente, tiene que hacer en sí un Gran Cambio para entender que somos parte de algo mayor que nuestras necesidades y caprichos y que tenemos la capacidad de colaborar con la Naturaleza en vez de explotarla. Somos muchos. Siete mil millones. Muchísimos. Si cada uno de nosotros logra el Gran Cambio en sí, lo compartirá con el resto de la humanidad. Y nuestra suerte en el planeta cambiará. Este es mi anhelo.



NOTA
01. Término usado por Joanna Macy (en inglés The Great Turning), en su artículo “Lo que significa vivir en una época de crisis y posibilidades globales”.






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