segunda-feira, 31 de agosto de 2015

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Todo viaje es a la ventura (siguiendo a Maqroll)


Todo viaje de verdad es a la ventura: salir como perderse, como abandonarse a cuanto pueda venir, a lo desconocido. Por eso, el viaje es la metáfora literaria por excelencia: lo es, sin duda, de la novela; pero - y no en menor grado - también de la poesía, ahí la pérdida resulta más inquietante (y peligrosa): lo encontrado no tiene rostro, es lo invisible. Preguntémoslo, si no, a Dante o a los místicos. Preguntemos, por ejemplo, a Mallarmé. Una aventura cuyo espacio presupone esa misma inseguridad: llámese mar, río o aire, llámese selva o desierto, sueño o noche, el elemento que ha de acogerla sustrae la firmeza al asentamiento humano (seno materno terrenal) y provoca el hundimiento, el anonadamiento del protagonista del viaje, de la vida que se juega siempre en ese viaje, esa aventura. Con un viaje decisivo comienza la literatura, y se determinan sus cruciales articulaciones: Ulises, Dante, don Quijote… Los dos primeros son viajes interiores: el héroe homérico regresa a su reino por una ruta de sobra conocida, la sorpresa es la invención mitológica a la que habrá de enfrentarse; Dante ingresa en ese otro lado que es un espacio intelectual alegórico: mundo del conocimiento de sí mismo, y de su lado moridor, que dijera Sebastián Salazar Bondy.
¿Por qué don Quijote viaja hacia fuera de sí, hacia el peligro de su locura, incuestionable realidad con la que se ve forzado a dialogar, a discutir? Porque todo ha cambiado con la aventura atlántica. El viaje hacia occidente altera la faz del mundo porque se cumple hacia lo nunca antes visto; no es un viaje del que se piensa regresar; es más, quizá no se regrese nunca. Pero además (y ahí reside el prodigio), en ese inédito horizonte lo desconocido se materializa: no es necesaria la construcción intelectual del mito para dar cuenta de tal aventura; lo soñado y lo verdadero son la misma cosa; mejor, lo soñado encarna allí, toma cuerpo, exige un mirar absorto y un urgente e inquietante intercambio sensorial; deriva en un diálogo cuya fertilidad inagotable llega hasta nosotros. Sucedió con la presunta locura del descubrimiento y la conquista: no podía ser de otra manera (preguntemos a Lope de Aguirre, por ejemplo). Pero los viajeros atlánticos del XVIII, movidos por su rigor científico o por intereses menos confesables, también entregan, consumen la vida en su singladura. Preguntemos, si no, a Humboldt. Y las tristes oleadas de la emigración - tan próximas, tan nuestras - ¿qué fueron sino alimento de la misma aventura? Ninguno regresará siendo el mismo: los unos y los otros, duplicados definitivamente en la nueva identidad.

Desde Europa (brumas septentrionales), donde cumpliera su período de formación, donde quizá apuntaron sus exigentes convicciones culturales, Alvaro Mutis - un buen día, en esa edad crítica para un muchacho - viaja también, hacia América (hervor del trópico), hasta la finca cafetalera de Coello, a 12 kilómetros de Ibagué, camino a Armenia, hasta su Colombia de origen. Ese joven, desplazado a otro mundo que es el suyo desconocido, pretende evadirse de aquellas nuevas e insultantes presencias con la disciplina de sus lecturas históricas, la pasión primera. Pero lee suspendido en la blandura de una humaca, rodeado de “los maravillosos olores de tierra caliente, el trapiche moliendo la caña (…) Ese olor agrio, intensamente vegetal, invasor, absoluto y total de los cafetales”; olor “a barro fresco, a vegetales macerados, a savia en descomposición”, en las crecidas del río Coello; rumor persistente del entorno; ecos de sus propios deseos, de sus maldiciones obscenas, rebotando en “los abandonados socavones de las minas (…) en el afelpado muro de las profundidades”: inquietante o sugestiva sensualidad penetrando - sutil o turbulenta - en el espacio de aquella otra memoria ordenada en los libros. Pero ésta no será barrida (borrada) por aquélla. Ambas, más bien, se miran y reconocen con mimosa complacencia; se diría que hasta copulan. En tal encrucijada - de tal unión - nacerá Maqroll el Gaviero. Es y no es trasunto del autor: objetiva la historia, sí, como protagonista de tantas peregrinas singladuras; pero es doble (sombra) del propio Mutis, persistencia de su memoria, imágenes de su deseo. Una acción y una pasión.
Con Maqroll comenzará el viaje verdadero, el viaje fabuloso. No antes. Sólo cuando a Mutis le ha sido revelada aquella doblez sustantiva y sugeridora, Maqroll - marginal y apátrida: es todos los que va siendo, pero no consigue ser nadie - sabe lo que le espera y sabrá esperarlo. Gaviero al fin, avizora siempre lo por venir, se le revela lo oculto, y de ahí su prodigio poético. Maqroll acepta su destino y va, discurre, derrota por un espacio siempre diverso pero siempre fluyente o deleznable (mar o río o cordillera o esteros), se refugia en lugares de paso, que apenas da cobijo (hoteles y hospitales, una choza improvisada a la orilla del mar, un matrecho coche de segunda junto a precipicios de silencio y muerte). Sin embargo, el final de su viaje, de su derrota, será siempre la humedad caliente de los últimos tramos del río, de las desembocaduras. Para Maqroll (para Mutis) los ríos son el morir: en el discurrir de su aventura (de su pensamiento) se deja la vida, consume su tiempo, “usándose para la muerte, gastando sus fuerzas y bienes para llegar a la tumba”, en la exuberancia proliferante de una pasión: el deseo desbordándose en cada trecho; en la llegada, “una apacible tersura que esconde la densa energía de la corriente, libre ya de todo obstáculo”, un imperceptible y ronco macareo: refracción o contención de la sabiduría (“un cierto hilo de claridad”) en esa proyección ulterior, sólo visible para el experto Gaviero cuya memoria ha quedado purificada por la degradación, la enfermedad, la muerte (“sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inmediata y anónima, en donde hallan los muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando vivos”). Su destino, ser no siendo; el mismo de su inconclusa América.
¿Reconocimiento de la ausencia de trascendencia, como se ha dicho? Maqroll regresa siempre. Incluso después de morir, Maqroll vuelve siempre, vive siempre, para contarlo. Aquel calor húmedo (agua y fuego) del detritus fluvial le otorga la vida de una forma natural, espontánea y violentamente: navegando por la fiebre y el sueño - momento álgido de la enfermedad - se siente transportado “al fondo del mar, por entre las mareas crecientes (…) allí, bestias sabias curaban nuestros males y nuestro cuerpo se endurecía para siempre como un lustroso coral en la primavera de las profundidades”. Para Mutis - para Maqroll - el mar es el vivir. Nuevo Anteo, el Gaviero no renace al contacto con lo sólido terrenal, sino en la delicuescencia de “un mar sereno y tibio del que se desprende una tenue neblina que aumenta la lejanía y expande el horizonte en una extensión sin término”.

Lo importante de cualquier viaje - con serlo, y mucho, esa entrega a lo insospechado - es volver/vivir para contarlo. Y contarlo exige la imago lezamiana: fundar inventando; y reclama, además, nuestra complicidad: aceptar la palabra, abandonándonos a su encantamiento, aun a sabiendas de su mentirosa provocación. A partir de entonces, un nuevo movimiento - inverso y complementario - en el viaje de Maqroll, en la escritura de Alvaro Mutis. La horizontalidad sucesiva del discurso recuperador de la memoria, quebrada por el estallido vertical de la revelación: no el tiempo, ni su huella dolorosa, el hondo manar de la sensualidad (“una verdad de sustancia especial y sobre la que el tiempo no tiene ascendiente alguno”). Lo horizontal está caliente, se despereza con lentitud, sin aparente movimiento y sin ruido casi: ronroneo continuo, balbuceo o murmullo, voz que viene en perdurable discurrir; lo vertical hierve, salta o se encrespa, hasta superar toda dimensión durativa. Una suerte de armonía, esa coyuntura: unión de los dos mundos (el de la forma, el de la conciencia). La palabra - en su abundancia - como conjuro de esta iluminación (escritura) ulterior. Lo horizontal, el el oído; en la mirada, lo vertical: ritmos convergentes ahora.
Maqroll regresa sin la carga del tiempo, olvidado el desgaste de la anécdota. Hasta entonces, la palabra del Gaviero - secuencia de las jornadas de su viaje - comunicaba la historia de una inmolación, era un rastro de escritura (sentencias, letanía, oración) que Alvaro Mutis podía transcribir desde una cierta arqueológica distancia. En el regreso, Maqroll habla; su voz, un “monólogo, descosido y sin aparente propósito”: todo se mezcla en la intensidad de su delirio. En ambos casos, lo poético depende del ritmo, de la modulación propia de cada prosodia. Reseñas, ciertas visiones, algunas experiencias (fragmentos) resumían su constante metamorfosis, justificaban la multiplicación de sus máscaras, daban certeza a sus invenciones. Pero “la palabra, ya en sí, es un engaño, una trampa que encubre, disfraza y sepulta el edificio de nuestros sueños y verdades, todos señalados por el signo de lo incomunicable”, como descubrirá el Gaviero asaltado por la sabiduría en la diluida frontera de niebla que corona las montañas, de espesa calima que cubre el delta fluvial, de humedad que preña el laberinto de las minas. Narrar supone conocer previamente, y manipular lo conocido para alcanzar un destino, un reconocimiento; no es ésa la función del Gaviero - de Mutis - cuya certeza es haber visto lo invisible (alcanzado lo imposible) venciendo, o contradiciendo, a la memoria: “lo que creemos recordar - dirá en su obsesivo monólogo - es por completo ajeno y diferente a lo que en verdad sucedió”.
Recuperación (redención) del sonido del sentido - es su oficio mayor. En la ausencia de tiempo, en la carencia de lugar, algo se ilumina siempre, se opone siempre - en su complejidad - a la petrificación de los significados; dejando - esto sí - “el amargo sabor a fracaso que es la moneda con que se paga tan vano intento”. Recuperación (redención) de una palabra libre de anécdota, de cualquier servidumbre rítmica o métrica, capaz de “perpetuar lo inasible”. Lo dice Juan Gustavo Cobo Borda: “la escritura de Mutis no ve del poema en prosa a la ficción narrativa, sino de ésta al lenguaje abiertamente poético”. La prosa de ese imparable monólogo del Gaviero tras su regreso (en su permanente recurrencia) no se materializa en la fuerza expansiva del análisis, se aprieta en la contención del hallazgo del deslumbramiento: verdadera síntesis poética, crece como multiplicada respuesta del espejo verbal a los fragmentos de experiencia que habían sido los poemas. Palabra como confesión, como fundación, en un espacio y un tiempo primordiales. Allí la voz (“llamada intensa, insistente, imposible de precisar en palabras y ni siquiera en pensamiento”) nos invita a comulgar con el origen, dinámica oralidad superadora de tanta retórica impuesta por la literatura.

El viaje de Maqroll - espacio del discurso, tiempo del vencimiento - acaba con su vida, pero acepta el riesgo del regreso: recuperación (reproducción) del viaje verdadero en el delirio de una palabra excéntrica, en la frágil sensualidad de “ultramarinas pulpas azucaradas y pomposas”, preservando así el lenguaje (la vida) de lo conceptual sentencioso de “aquel barroco quevediano, apretado como humor de zarzamoras”, como - con incontenible regocijo - observara Lezama Lima el doble rostro de nuestra lengua. Yo, sin duda, con Maqroll. Hasta la muerte. Digo, hasta la vida. Para contarlo.





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