terça-feira, 25 de novembro de 2014

JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | Reencuentro con Héctor Incháustegui Cabral






I | Hace casi treinta y tres años tuvo lugar mi último encuentro personal con Héctor Incháustegui Cabral, cuando él se hallaba hospitalizado en el Centro Médico UCE, luego de sufrir un infarto que acabó con su vida a la edad de sesenta y siete años. Había ido a verlo a instancias de su hijo, el doctor Sergio Incháustegui Salvador, recordado pediatra de mis hijos, y aproveché el privilegio que se me confería en momentos cruciales, para decir adiós a mi querido y respetado mentor, sin que él sospechara que se trataba de una despedida final, la cual aproveché para mostrarle su biografía, aparecida en Caribbean Writers [1], la recién salida Enciclopedia de Escritores del Caribe en la que yo había colaborado para la parte dominicana, a petición del catedrático, investigador y editor norteamericano Donald E. Herdeck [1924-2005], propietario de la editorial Three Continents Press, que publicó la obra.
Aquel triste y último encuentro ocurrió en los días posteriores al ciclón David, cuyo paso por la ciudad de Santo Domingo y el resto de la isla, el 31 de agosto, había asolado la urbe y paralizado la nación. Todo ese dantesco cuadro –la ruina de agricultura, la destrucción de viviendas, el colapso de los servicios de electricidad y agua potable, el desplome de la producción de alimentos– fue agravado poco después por la tormenta Federico, que anegó nuestro territorio, desbordó las presas y dejó a la intemperie a muchos campesinos y desheredados de siempre, aquellos hombres y mujeres que nuestro gran poeta había llevado en su corazón, y a quienes había cantado en versos amargos contenidos en Poemas de una sola angustia (1940), libro esencial de la poesía dominicana contemporánea, un auténtico clásico moderno al que debemos acudir en busca de un panorama del país a mediados del siglo XX, una radiografía del dolor humano y espiritual, y una noción desmitificada de la patria, muy distante de la concepción heroica divulgada en los manuales de historia:


Patria,
jaula de bambúes,
para un pájaro mudo que no tiene alas,
Patria,
palabra hueca y torpe
para mí, mientras los hombres
miren con desprecio los pies sucios y arrugados
y maldigan las proles largas,
y en cada cruce de caminos claven una bandera
para lucir sus colores nada más…

(«Canto triste a la patria bien amada»).

En su desnudo lecho de cuidados intensivos en la clínica, don Héctor permanecía ajeno a la tragedia del país. Debido a su grave estado de salud –que pocos conocían salvo sus médicos y su hijo Sergio–, se le habían ocultado las proporciones del drama colectivo y la crítica situación en que se encontraba la gente a raíz del huracán y la tormenta, una ciudadanía aún inmersa en una pesadilla de proporciones incalculables. Recuerdo que ese lluvioso día él hizo bromas, con un asomo de sonrisa en los labios, e incluso dijo que después de salir, con fotografía y todo, en una enciclopedia literaria publicada en los Estados Unidos, ya podía morirse tranquilo. Y así ocurrió, poco después, el 5 de septiembre de aquel año, fecha difícil de olvidar, porque es también la del cumpleaños de mi hija Yelidá.

II | Ha pasado mucho tiempo desde la muerte de aquel roble en el que se apoyaron tantos jóvenes con vocación literaria, inquietudes filosóficas y políticas y que buscaban orientaciones y estímulos, encontrando en él a un sabio maestro, a un padre magnánimo.  En un emotivo artículo aparecido en el número de homenaje que la revista Eme-Eme le dedicó en 1980, justo un año después de su partida, el poeta, ensayista y diplomático chileno Alberto Baeza Flores –un amigo querido, un alma buena y noble que amó nuestro país entrañablemente– afirmó que Incháustegui Cabral había sido, en su calidad de Director de la Colección Contemporáneos de la Universidad Católica Madre y Maestra y de la mencionada revista, una figura indispensable, «un promotor cultural, e impulsor del quehacer literario entre sus contemporáneos»; y aseguraba también que su labor editorial en la década de los años setenta del siglo pasado en la República Dominicana no tenía parangón en el país,[2] cosa que a mí me consta, pues tuve el privilegio de trabajar con don Héctor como corrector de pruebas de la revista y las publicaciones de la colección. Con él aprendí el oficio; a él le debo, en gran parte, lo que sé en materia editorial.
Puedo decir, sin vacilaciones, que el recorrido por la vida de Héctor Incháustegui Cabral, y el estudio permanente de su dilatada obra literaria, ha constituido para algunos una lección conmovedora, no sólo al aquilatar su grandeza de espíritu, su bondad, su generoso magisterio y su extraordinaria creación literaria en poesía, teatro, ensayo, crítica literaria, periodismo y promoción cultural, sino también, y sobre todo, por sus dolorosas contradicciones humanas, sus penas y renunciaciones, pues había sido un joven de ideas socialistas –como un hosco «guaraguao» materialista se definió alguna vez[3]–, a las que debió de haber claudicado para respaldar activamente al régimen de Trujillo, mediante una brillante labor como funcionario y diplomático.
Pertenecía Incháustegui Cabral a una generación frustrada, llena de un profundo desencanto ante el caos provocado por las asonadas y revueltas caudillistas de comienzos del siglo XX, y luego la humillación a que nos sometió la primera ocupación norteamericana. Era miembro de una generación desencantada que vio con optimismo el ascenso a la presidencia de un hombre fuerte y ambicioso como Trujillo, una posibilidad de transformación integral de la sociedad dominicana, sin calcular que éste trataría de eternizarse en el poder a sangre y fuego. Fueron muchos los intelectuales de primera que integraron la élite que apoyó al régimen, unaintelligentsia en la que brilló un selecto grupo de magníficos escritores –pienso ahora en Virgilio Díaz Ordóñez (1895-1968), Manuel Arturo Peña Batlle (1902-1954), o Ramón Marrero Aristy (1913-1959), amigos de Incháustegui Cabral–, ya que los disidentes notables, como Juan Isidro Jimenes Grullón (1903-1983), Juan Bosch (1909-2001) y Pedro Mir (1913-2000), entre otros, habían tenido que irse al exilio, o perdieron sus vidas a manos de esbirros de la dictadura, tales como Andrés Francisco Requena (1908-1952), el propio Marrero y los españoles José Almoina Mateos (1903-1960) y Jesús de Galíndez (1915-1956), entre otros.[4]
Ése es el gran estigma de Héctor Incháustegui Cabral: haber sido colaborador de Trujillo, incluso su compadre, nexos de los que nunca renegó ni trató de ocultar. Muchos ignoran, en sus lapidarios juicios, que ese mismo hombre, ese poeta social rebelde y contestatario es una de las cumbres de nuestra literatura de todos los tiempos, juicio unánime entre sus coetáneos. Don Manuel Valldeperes, recordado crítico de arte, afirmó en 1944 que Incháustegui Cabral «era el más dominicano y el más universal de nuestros poetas actuales»[5]. «Poeta filósofo»[6], lo denominó en 1951 don José Vasconcelos (1882-1959), eximio pensador, escritor y humanista mexicano. Por último, Freddy Gatón Arce (1920-1994), lo llamó «Poeta sustantivo»[7], frase elocuente, tratándose de otro creador fundamental, miembro sobresaliente de la Poesía Sorprendida.
Pues bien, ese funcionario que desempeñó tantos cargos, ese diplomático de la dictadura de Trujillo que fue  Embajador en México dos veces, en Venezuela, en Ecuador, en El Salvador, y luego, muerto Trujillo, en Brasil, durante el Triunvirato (1964); ese mismo diplomático fue también capaz, sobreponiéndose a los riesgos que implicaban sus acciones, de proteger a Pedro Mir, a raíz de la publicación de su emblemático poema Hay un país en el mundo (1949), cuando Incháustegui Cabral fungía como Encargado de Negocios de la República Dominicana en la hermana isla, según testimonio del historiador Bernardo Vega (1938). [8]  
Olvidan o ignoran también esos implacables críticos que incluso Juan Bosch admitió en algún momento su deuda con Héctor Incháustegui Cabral, a quien decía «deberle la vida por las advertencias que le hizo en Cuba», [9] en una confesión del autor de La mañosa a la familia de Sixto Salvador Incháustegui Cabral, hermano del poeta. Olvidan, en fin, que en 1960, los hermanos Incháustegui «cayeron en desgracia», aparecieron en el temido Foro Público y fueron cancelados de sus cargos a causa de la participación de Sergio Incháustegui Salvador en una organización política antitrujillista en el exterior. [10] Quiere decir que aquel funcionario que amaba el poder –falleció siendo Secretario de Estado sin Cartera, en funciones de asistente particular del presidente Antonio Guzmán Fernández–; aquel diplomático exitoso, aquel compadre de Trujillo que nunca fue perseguido, fue también, toda su vida, un individuo fiel a sus convicciones cristianas y a una ética personal basada en la justicia y el bien, y por tanto, incapaz de hacerle daño a nadie, lo cual no lo exculpa de haber servido a la tiranía.
Sin embargo, como si todo eso fuera poco, su poesía social fue la mayor transgresión de Héctor Incháustegui Cabral al régimen de Trujillo. Ese primer libro de 1940, tan citado como una de las mayores expresiones de protesta en aquella ominosa era, lo escribió un poeta auténtico que no podía traicionarse y que, grabados en versos de fuego, había dejado constancia de su inconformidad con la realidad circundante, poemas que son especie de instantáneas que hablan por sí solas sobre la pobreza rural, el desamparo de hombres y mujeres inmersos en el olvido, la desolación de unos campos misérrimos donde campeaba la explotación humana en todas sus manifestaciones, es decir, hechos de los que no se podía hablar, y sin embargo él lo hizo, pero «no para llenar un programa», y porque «era sincero» y nunca tuvo «la sensación de que hacía algo peligroso». [11]

 

III | Don Héctor había nacido en Baní, el 25 de julio de 1912, hijo del maestro y escritor Joaquín Sergio Incháustegui Andújar y Marina Cabral Billini, ambos banilejos. Tuvo tres hermanos: Joaquín Marino (1908-1967) –uno de los grandes historiadores dominicanos del siglo pasado–, Sixto Salvador –prestigioso neumólogo y maestro de la medicina–, y Yolanda. El ambiente de su casa era de estudio y de libros, pero fue su tía abuela Ramona Billini, según confesión del propio poeta, quien le enseñó a «amar lo pequeño y a respetar lo noble y lo bello», y le ayudó a escoger sus lecturas. [12]
 Héctor Incháustegui Cabral hizo estudios primarios en Baní, y luego en Santo Domingo, Azua, Barahona, y de nuevo en la capital, de manera que conocía bien la región sur del país, que lo sacudió con su carga de miseria y desamparo. Siendo muy joven casó con Candita Salvador, aquella muchacha hermosa y alegre, nacida en Cuba, a quien conoció en Baní cuando ella tenía doce años. Contrajeron muy jóvenes matrimonio: ella con dieciséis años y él con veinte. Héctor y Candita, su compañera de toda la vida hasta que la muerte de él los separó, procrearon a Sergio (1934-1998), Héctor Joaquín (1940), ambos médicos, y Marino (1947), economista; tres hijos que los colmaron de nietos.
Entre las primeras ocupaciones del poeta se encuentran las de Director y Profesor de la Escuela Nocturna de Baní (1931), y la de periodista, pues escribió los editoriales del Listín Diario entre 1938 y 1942, los de La Nación, de 1943 a 1945, y los de La Opinión (1946). Fue colaborador de la revista Bahoruco y uno de los directores de los Cuadernos Dominicanos de Cultura durante los nueve años de vida de esa publicación cultural oficial; y fungió como director de Radio Caribe y Radio Televisión Dominicana. Aunque se ha hablado del posible lastre que las tareas periodísticas dejaron en la poesía de Incháustegui Cabral, él siempre se refirió a esa etapa como una de las más provechosas de su carrera. Aseguraba que el ejercicio del periodismo le había dado instrumentos de incalculable valor en su oficio, un sentido de las proporciones al redactar, y agilidad en la escritura.
En verdad, pocos prosistas dominicanos contemporáneos exhiben un dominio absoluto y al mismo tiempo tan espontáneo del lenguaje, ya que escribía como si hablara con su interlocutor. Sus escritos en prosa poseen un encanto y una fluidez que nos atrapan y nos seducen desde el principio. Pienso en Casi de ayer (1952), o en El pozo muerto (1960), esbozo de memorias publicadas en un momento difícil de su vida. Escribía una prosa de naturalidad aparente, pero que es muy difícil de lograr, como la de Juan Bosch; una prosa que posee el desenfado de un comunicador nato, hecha a base de frases salpicadas de aforismos propios que estaban fundamentados en sus vastas lecturas. [13]
Pocos escritores dominicanos contemporáneos han exhibido la proverbial cultura de Héctor Incháustegui Cabral, cuya obra se nutría de la Biblia, los clásicos españoles del Siglo de Oro, los prosistas de la Generación del 98, los poetas la Generación del 27, los clásicos griegos y latinos, el teatro español, Shakespeare, narradores franceses, ingleses, rusos, toda la poesía latinoamericana, todo Walt Whitman (1819-1892), T. S. Eliot (1888-1965), Carl Sandburg (1899-1961), Robert Frost (1875-1963), Saint-John Perse (1887-1975), que influyeron en él, entre muchos otros. Conocía a fondo la literatura dominicana, tanto que así que cuando Guillermo Piña Contreras (1952), mediante un cuestionario-entrevista fechado en 1975, le preguntó por los escritores que habían influido en su formación literaria, don Héctor respondió: «Si hubiera que describir mi formación tendría que usar esta mala palabra: enciclopédica, porque a los extranjeros hay que agregar los nacionales que son, Dios me perdone, casi todos. Mientras tanto aprendí lo que enseñan en la escuela». [14]
Su labor de crítica fue decisiva en la formación de esa «tabla de valores» de que hablaba Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), tan necesaria para situar en su justo lugar a nuestros creadores literarios y examinar las obras fundamentales de la literatura nacional. Sus comentarios, fundados en lecturas abundantes y teorías actualizadas –como el enfoque psicoanalítico de Otto Rank (1884-1939)– eran agudos, esclarecedores, generosos y muy respetados por los escritores de mayor estatura del país. Puso en práctica un enfoque actualizado, un decir novedoso que nada tenía que ver con las viejas interpretaciones, a menudo caprichosas, de la crítica literaria local. Recuerdo que la lectura de su libro De literatura dominicana siglo XX (1969), me impresionó vivamente y se convirtió en libro de cabecera que me sirvió para mis clases de literatura en el Colegio Loyola. En esa obra abordó muchos temas y se ocupó de poetas y narradores indispensables, como Gastón Fernando Deligne (1861-1913), Domingo Moreno Jimenes (1894-1986), Juan Bosch, Ramón Marrero Aristy, Manuel Rueda (1921-1999), Lupo Hernández Rueda (1930), Máximo Avilés Blonda (1931-1988), Virgilio Díaz Grullón (1924-2001), entre otros, y lo hizo con una mirada inédita hasta entonces.
En De escritores y artistas dominicanos (1979), su libro póstumo, asistimos al despliegue de su incomparable trayectoria como animador cultural y promotor de las nuevas generaciones, tanto en su condición de Subsecretario de Educación y Bellas Artes, como director de Bellas Artes en dos ocasiones. Puso sus conocimientos al servicio de la interpretación artística y literaria de la promoción emergente. Al mismo tiempo que analizaba las obras de Federico Bermúdez (1884-1921), Tomás Hernández Franco (1904-1952), Manuel del Cabral (1907-2000), Aída Cartagena Portalatín (1918-1994), y Octavio Guzmán Carretero (1915-1948), esbozaba certeros análisis de la obra de su entrañable amigo Manuel Arturo Peña Batlle, o impulsaba a los jóvenes prometedores de entonces, como Miguel Alfonseca (1942-1994), Jeannette Miller (1944), y Frank Moya Pons (1944). Los artistas plásticos –los bisoños y los establecidos–, toda una pléyade de creadores visuales, encontraron en él a un humanista de amplia visión que contribuyó a colocarlos en el vasto mapa de la cultura continental.
Los últimos años de Héctor Incháustegui Cabral, a partir de 1966, cuando se fue a vivir a Santiago de los Caballeros, junto a Candita, como escritor residente en la Universidad Católica Madre y Maestra, los pasó como asesor del rector, monseñor Agripino Núñez Collado. Allí desempeñó diversos cargos, fue profesor de literatura y llegó a ostentar el rango de Vicerrector, pero lo más trascendente fue su presencia bienhechora en todas las áreas del quehacer cultural y editorial de ese centro de estudios superiores, su contacto con los jóvenes, su diálogo permanente con escritores e intelectuales, su respaldo a los artistas de Santiago y el resto del Cibao, entre los cuales dejó discípulos notables, como Danilo de los Santos (1943), el pintor y respetado crítico de arte, autor de una extensa y notable memoria de las artes visuales en la República Dominicana.

IV | Héctor Incháustegui Cabral es un escritor medular de las letras dominicanas de todos los tiempos. Su poesía, que es el punto dominante de su vasta y variada obra literaria, no se reduce al desgarrado clamor de protesta e inconformismo de su primer libro, Poemas de una sola angustia. Durante años, a partir de 1940, escribió poesía muy diversa, siempre con un acento personal muy característico, en versos libérrimos de gran plasticidad. No se equivocaba Manuel Rueda, que era un crítico tan exigente, cuando afirmó que: «Incháustegui Cabral aborda más tarde los temas metafísicos, incluyendo el amor al que canta, no como nuestros poetas románticos, sino con una grandeza existencial hasta entonces desconocida en nuestra lírica». [15]
Esa afirmación de Rueda puede palparse en el siguiente fragmento del poema de Incháustegui Cabral titulado «Secreto», del libro Rumbo a la otra vigilia(1942):

Eres algo más que un recuerdo que viene
por un camino trazado bajo aguas azules
con peces insomnes y algas tranquilas.
Eres algo más que lumbre de estrellas
madurada en el color de las hojas
que el viento despierta por las madrugadas,
porque estás hecha de la sustancia
con que el sueño fabrica sus figuras,
con que la fiebre expresa lo que halló
en el fondo tembloroso de la angustia que
no tiene nombre.

Incháustegui Cabral era poeta incluso cuando hacía teatro, pues su trilogía Miedo en un puñado de polvo (1964), título tomado de un verso de Eliot, y que agrupa a PrometeoFiloctetes e Hipólito, es un admirable esfuerzo de volver a los símbolos del teatro griego para plantearnos el drama existencial moderno. También es poesía su novela Muerte en «El Edén» (1951), obra de largo aliento que considero única en la literatura dominicana contemporánea, donde el escritor demostró que era, ante todo, poeta.
Varios años después de su muerte fue publicada La sombra del tamarindo (1984), encontrada por doña Candita entre los papeles de su esposo. La obra, que me tocó revisar y prologar, lleva una dedicatoria significativa: «A Baní, mi pueblo amado, de cuyos recuerdos no he podido liberarme todavía». Esta novela trata, significativamente, como escribí entonces, de «la revolución frustrada, el desperdicio de fuerzas y voluntades, expresan el fracaso de quienes se oponen al gobierno sin contar con los medios necesarios para llevar a cabo sus propósitos, y, en última instancia, la instauración de un poder político invencible. En la novela también se evidencian las causas del descontento social: la corrupción administrativa, la injusticia y la incapacidad del gobierno para producir cambios sociales efectivos». [16]

 

V | El 25 de julio de 2012 se cumplió un siglo del nacimiento de Héctor Incháustegui Cabral, el gran poeta, dramaturgo, ensayista, crítico y maestro banilejo fallecido hace más de tres decenios, y cuya obra ha caído en un aparente olvido, excepto para quienes seguimos buscando en sus libros explicaciones válidas de lo que se ha llamado la «dominicanidad», ese concepto tan complejo y vapuleado por las disciplinas sociales y los medios de comunicación.
Creo que es un deber estudiar la obra conjunta de Incháustegui Cabral: estudiar sus ideas, sus planteamientos, sus posiciones, y disfrutar de una auténtica poesía como la suya, una de las cimas de la literatura dominicana de todos los tiempos.
Pero también, y sobre todo, debemos leer a Héctor Incháustegui Cabral para comprender mejor la tragedia de su desgarrada condición de intelectual al servicio de un régimen de oprobio. Por último, el estudio de su obra nos permitirá  asomarnos con otros ojos a los insondables misterios que encierra el ser humano, sus grandezas y miserias, y los temibles abismos de las pasiones. Su obra ilumina, de una manera señera y con acento inconfundible, los grandes dilemas filosóficos y existenciales de nuestro tiempo, y lo hace siempre con hermosas palabras que resuenan en nuestro espíritu largo tiempo después y nos hacen sentir las maravillas de la condición humana.


NOTAS:
1. Donald E. Herdeck (Editor), Caribbean Writers.  A Bio-Bibliographical-Critical Encyclopedia. Washington, D. C., Three Continents Press, 1979.
2. Alberto Baeza Flores, «Retrato humanístico de Héctor Incháustegui Cabral», en Eme-Eme IX(50), septiembre-octubre, 1980, p. 14.
3. «Niña la de Paya», Poemas de una sola angustia. Obra poética completa 1940-1976, p. 64.
4. Trato el tema in extenso en mi ensayo «Los escritores dominicanos durante la dictadura de Trujillo», contenido en el libro Los escritores dominicanos y la cultura. Santo Domingo, Publicaciones del Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 1990, pp.183-197.
5. Manuel Valldeperes, «Dos poetas dominicanos». Cuadernos Dominicanos de Cultura No. 8, abril de 1944. Ver: Cuadernos Doinicanos de Cultura 1(1-9), Banco de Reservas de la República Dominicana, S. D., 1997, pp. 619-633.
6. José Vasconcelos, «Un poeta filósofo», en Héctor Incháustegui Cabral, Poemas de una sola angustia. Obra poética completa 1940-1976, pp. 551-555.
7. Freddy Gatón Arce, «Incháustegui Cabral, poeta sustantivo», En Héctor Incháustegui Cabral, Poemas de una sola angustia. Obra poética completa 1940-1976, pp.558-562.
8. Bernardo Vega, «Pedro Mir/Incháustegui», en Héctor Incháustegui Cabral. Testimonios en el centenario de su natalicio [1912-2012], Ediciones de la Fundación Corripio, Inc., Colección Prisma, 2012, impreso en Santo Domingo, Editora Corripio, S. A. S., pp. 15-16.
9. María Isabel Incháustegui, «Tío Héctor visto desde mi caleidoscopio», en Héctor Incháustegui Cabral. Testimonios en el centenario de su natalicio [1912-2012], Ediciones de la Fundación Corripio, Inc., Colección Prisma, impreso en Santo Domingo, Editora Corripio, S. A. S., 2012, pp. 57-60.
10. María Isabel Incháustegui, op. cit.
11. Guillermo Piña Contreras, «Entrevista a Héctor Incháustegui Cabral», Doce en la literatura dominicana, Publicaciones de la Universidad Católica Madre y Maestra, impreso en Amigo del Hogar, 1982, pp. 113-135.
12. Héctor Incháustegui Cabral, «Notas autobiográficas», Eme-Eme, op. cit., p. 127.
13. Adriano Miguel Tejada, «Don Héctor a través de sus frases», Eme-Eme, op. cit., pp. 103-111.
14. Guillermo Piña Contreras, op. cit., p. 115.
15. Manuel Rueda, Antología mayor de la literatura Dominicana (siglos XIX-XX), Poesía II. Santo Domingo, Ediciones de la Fundación Corripio, Inc., impreso en Editora Corripio, C. por A., 1999, p. 117.
16. Héctor Incháustegui Cabral, La sombra del tamarindo. Publicaciones de la Universidad Católica Madre y Maestra, Editora Corripio, C. por A., 1984, p. 13.


José Ancántara Almánzar (República Dominicana, 1946). Sociólogo, narrador, profesor y uno de los principales críticos de la literatura dominicana. Ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU) y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC). Autor de libros como Estudios de poesía dominicana (1979), Las máscaras de la seducción (1983), Los escritores dominicanos y la cultura (1990), El sabor de lo prohibidoAntología personal de cuentos (1993), y Panorama sociocultural de la República Dominicana (1996). Página ilustrada con obras de Antonio Beneyto (Espanha), artista invitado de esta edición de ARC.


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